(Hacía tiempo que no dirigía una charla para jóvenes.
Cuando llegué ante ellos todas mis armas se derrumbaron.
No imaginé hallar un público como este.
Miré en ellos a toda una juventud que grita desesperadamente
y que busca con recelo a Dios...).
Es difícil hablar sobre el don de la vida a aquellos seres que, en cierto sentido, se colocan en espectativa frente a una realidad que les amenaza con una constante de cambios. Todo lo miran con ojos embarazosos o bien con su natural sentido de conquistadores de utopías. Son en sí mismos claridad y espectros nubulosos: los entiendes porque en algún momento viviste aquella “época dorada”, pero al mismo tiempo les reclamas las bondades de una juventud opacada por la apatía, la falta de asombro y la ausencia de reconocimiento.
El coraje, la pasión, las ganas de ser alguien y el deseo de mejorar el mundo nunca se viven con tanta intensidad como se hace en esta etapa de la vida. Muchísimas personas que llegan a la vejez tienen escondidos en la juventud los más grandes tesoros acumulados a lo largo de su caminar -y digo tesoros porque los aguardan en el corazón con llave de oro como protegiéndolos de la amenaza del olvido-.
El gozo de la existencia y el deseo de abandonar un “absurdo” se conjugan con similitud. El apenas saberse dichoso de estar en un aquí y un ahora se frustra con el espantoso compromiso de respuesta vital.
No imagino lo estripitoso de su situación, y mucho menos al saberlos únicos y distintos entre ellos. Sólo me limito y no los juzgo, y pido para ellos la dicha y la felicidad que bien se merecen. Porque la lucha en medio del frío atroz y el acorralamiento entre la falta de esperanza y los oscuros horizontes merecen el calor de un Dios de bondad y la libertad en plenitud que sólo le corresponde a aquel ser que es pensado en el proyecto divino desde antes de su nacimiento.
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