sábado, 27 de noviembre de 2010

El poder de crear

Rafael Espino Guzmán
El mayor esfuerzo es el de la creación. El de la génesis: que es la formación del mundo, de la vida, del cielo, del agua, de la naturaleza… Todos estamos integrados a ese momento. Somos figuras que participamos de ese instante en que todo se está haciendo.

La génesis es el gran esfuerzo en lo particular de la vida cotidiana. Para poder crear, en todos los sentidos, se requiere de dar el mayor esfuerzo. Hay esfuerzos que están relacionados con lo material, pero los más valiosos son los esfuerzos que tienen que ver con la realización personal. Esos son los valores más significativos: los que implican un logro espiritual.

Yo aprendí esos valores desde pequeño. Y a pesar de que en momentos me parezcan inecesarios, son ellos los que reunen el motivo de continuar en este mundo.
Alguna vez me dijo mi abuelo muy sabiamente que «la vida es como el arcoiris»: comienza a aparecer poco a poco, se tiñe de mil colores en su momento de cúspide, pero una vez que comienza a cesar el poder de la naturaleza desaparece sin dejar rastro.

He aprendido en mi caminar que somos un sucinto de aprendizaje, un tapiz hecho de nuestras vivencias y de la manera como las absorbemos y abordamos. Pero ¿dónde aprendemos a hilar este rico y extenso tapiz? ¿Dónde, si no es en los brazos de nuestros padres? Es allí donde está nuestro primer aprendizaje: cómo amar, cómo recibir el amor, cómo enfrentar el desafío diario que es la vida. ¿Cómo se puede subestimar la importancia de los primeros brazos, los primeros encuentros humanos? De la calidad de los brazos paternos depende nuestra capacidad para siempre abrazar la vida.

Por eso hoy agradezco el don de crear, pero sobre todo, la gracia de haber sido creado...

domingo, 17 de octubre de 2010

México, ¿una nueva Babel?

El lenguaje en la construcción de una nueva democracia

Rafael Espino Guzmán

Los pasados días 21, 22 y 23 de septiembre se llevó a acabo un coloquio filosófico-teológico en homenaje a Edward Schillebeeckx, el teólogo dominico belga que se coloca como uno de los de mayor influjo en la segunda mitad del siglo XX. En el marco de las actividades se profundizó sobremanera en la importancia del lenguaje para la construcción de una democracia en México. Participaron grandes especialistas en el área teológica, filosófica, económica, periodística, política, etc., tales como Mauricio Beuchot, Miguel Ángel Granados Chapa, Carlos Mendoza A., Felipe González González, Alberto Anguiano G., entre otros. Todos ellos se enfocaron, desde diversas perspectivas, al problema de la democracia en México. Los argumentos principales se desarrollan a continuación.

El lenguaje es el primerísimo proyecto de mundo en que un hombre es educado y comienza conscientemente su vida. Del encuentro con el mundo el hombre obtiene expericias que, por propia naturaleza y dado el cúmulo de relaciones, están expuestas a los otros para su interpretación. Es allí donde se abre el espacio de ciencias como la filosofía del lenguaje o la semiótica –sin dejar de lado el resto de ciencias– que ayudan a resolver el problema de cómo plantear un lenguaje apto para el desarrollo pleno de la democracia en México. Como bien señalaba Mauricio Beuchot, es necesario partir de una hermenéutica analógica, aquella que evita las posibles polaridades de lo univocista y equivocista en relación a la verdad. Se trata de aquella actividad de diálogo que desvanece las barreras de lo diferente y apuesta por la comunicación que en nada empobrece ni hace indiferente una sociedad multicultural como es la mexicana.

El lenguaje, en su efecto ideológico-social, puede contagiar o «manipular», o bien, puede sufrir un uso reprimido. El rumbo de la democracia en México se juega en estas tres posibilidades. ¿Cuál optará el creyente, como hombre, en su propuesta de cambio? ¿Qué papel juegan los medios de comunicación y de información en esta dinámica? ¿Cuál es el lenguaje que operan los representantes sociales en México? Lo deseable es aquel lenguaje crítico, fundamentado, que alcance el manejo comunitario de la palabra.

La teología por su parte, y dado que el coloquio giraba en torno a un teólogo de nuestro tiempo, presupone también una comprensión de lo que es el lenguaje. Lo tiene como aquella expresión de la realidad que se experimenta. Pero en la experiencia de Dios el lenguaje se traduce a un meta-lenguaje, al enunciado del Enunciado. De allí que el lenguaje sea un medio esencial para la Revelación. Los teólogos como Carlos Mendoza y Ezequiel Castillo nos ayudaron a comprender este gatuperio, recalcando que la teología no pasa por encima de la lógica. Además subrayaron el hecho de dar un paso más allá del nivel teórico. Los dos convergían en su propuesta de que el teólogo, más que del manejo ideológico, debe arrojarse a la práxis, a las experiencias en referencia a Jesús, cuya inteligibilidad no se atiende de completo sin la actuación. Aparece así el lugar propio de las creencias en el ámbito político, sobre todo la católica: la religión en su papel purificador de la razón. Aquélla que ayuda a corregir, buscar y aplicar principios morales en la sociedad; es propiamente el diálogo entre fe y razón.

El teólogo, el creyente, el ciudadano en sí, no queda exento de su actuar en el presente fenómeno de la globalización. Y a pesar de que padece la eficacia de los medios de comunicación y otros talantes derivados del neoliberalismo, tiene derechos y obligaciones; tiene en sus manos la capacidad de decisión política-ética en el campo de las relaciones y reglamentos, en las instituciones, organismos sociales y pueblo en general.

La propuesta cristiana toma lugar y recobra su sentido en este panorama en el que se diluye la persona. El cristianismo encuentra un espacio para promover la reflexión sobre el concepto de hombre, su visión sobre la historia y la idea de Reino que da preferencia por los pobres. Es el momento en que puede reflejar su sensibilidad ante las situaciones anómalas de la organización social con el fin de construir una comunidad fundada en los valores de justicia, solidaridad, verdad y respeto por la dignidad humana.

La democracia entonces se alcanza con el diálogo y el común acuerdo entre los diversos grupos sociales. La sociedad se beneficia a sí cuando se preocupa por encontrar el logos, la palabra, el saber que enaltece en sí al hombre. Por ello, si cada individuo que conforma la Patria se involucrara directamente; si cada uno de los que conformamos México nos «ensuciamos las manos» en la búsqueda del bien común, lograremos renovar y humanizar la tierra.

La democracia en nuestro país se muestra lejana y reclama una gran responsabilidad por parte de los ciudadanos, pero a final de cuentas es posible.


Coloquio filosófico-teológico en homenaje a
Edward Schillebeeckx O.P. (1914-2009).
Del 21 al 23 de septiembre de 2010
Universidad Pontificia de México

viernes, 15 de octubre de 2010

Los créditos son para...


No es el crítico quien cuenta,
tampoco el hombre que señala,
ni los trompezones del hombre fuerte,
o mejor, los hechos o las hazañas.

Los créditos son para el hombre
que está realmente en la arena,
cuya cara está sucia
por el polvo, el sudor y la sangre;
quien se esfuerza con valentía;
quien se equivoca y empieza
una y otra vez;
quien conoce los grandes entusiasmos,
las grandes devociones,
y se compromete con una causa digna;

quien mejor conoce al final
el triunfo de un gran logro;
y quien peor lo conoce, si fracasa,
al menos ha hecho el intento.
Así que su lugar jamás estará
entre esas almas frías y tímidas
que nunca conocen la victoria ni la derrota.

(Theodore Roosevelt)

jueves, 16 de septiembre de 2010

Bicentenario de libertad en México


Rafael Espino G.

Sin duda alguna el Bicentenario de la Independencia y el Centenario de la Revolución son festividades que no podemos dejar pasar en la indiferencia. Los ciudadanos tenemos una responsabilidad ante la vida de nuestra nación y, por ende, nos exige el rescate de los valores más nobles de nuestra raza y, al mismo tiempo, el fortalecimiento de nuestras raíces.

No olvidamos la situación gravosa y el deterioro que sufrimos en el país. Un escenario que genera temores y desconciertos; una sociedad debilitada por la crisis de legalidad y la endeble moral que daña nuestra cultura. Todos vivimos urgidos de una revisión a fondo, de efectuar un autoanálisis de nuestra propia responsabilidad personal, familiar y social ante las circunstancias históricas que nos toca vivir.

Si deseamos una Patria mejor debemos construirla. Para ello urge el no dejarnos caer en la volubilidad y la indecisión que evitan acatar los desafíos y limitaciones de la nación, así como la apertura al compromiso ciudadano.
Los mexicanos somos un pueblo con historia, con una infinidad de tradiciones y bagaje cultural. Sin embargo el individualismo creciente y la globalización cultural nos amenazan con el olvido de la historia común que compartimos, proponiéndonos un cambio de valores que confunden nuestra propia identidad.

Si queremos una Patria mejor debemos construirla. Tenemos que ofrecer algo para enderezar el rumbo. Juntos y unidos podemos seguir construyendo lo que es de todos.

Evitemos toda clase de actitudes que dañen nuestra propia dignidad humana. Apostemos por el respeto, la comprensión, la unidad y la colaboración solidaria para que alcancemos un justo desarrollo y superación en el bien común.

jueves, 15 de julio de 2010

“Muchacho, cuida tus alas”

No hace mucho tiempo me tocó preparar un tema para un grupo de jóvenes que se encontraban discerniendo sobre “su vocación”. La verdad yo no sabía qué compartirles. Es muy difícil tratar sobre esta cuestión.

Sin embargo, en la preparación y búsqueda de material para compartirnos juntos, un amigo muy cercano me recomendó un texto que le parecía muy propio para el momento. Yo al principio no le ví mucho sentido, pero en el trato contiguo y relecturas posteriores, me di cuenta de la basta riqueza que contiene.

Su autor es un sacerdote y periodista español que se entrega con esmero al trabajo de la escritura.

Espero sea de su agrado.

José Luis Martín Descalzo

Cuando san Agustín daba ese consejo que acabo de escribir como título de este artículo resumía, con su habitual eficacia literaria, todo un mundo de experiencias humanas que es el que hoy repetiría yo a cuantos jóvenes me escriben: cuiden sus alas o, como decía literalmente san Agustín: “nutran, alimenten” sus alas.

Porque, tal vez, lo más dramático de este mundo en que vivimos es que hay en él muchísimas personas que están llegando a la vejez sin haberse enterado de cuán tercamente lucharon sus alas por llegar a salir bajo sus omoplatos, pero murieron como ramas secas, o porque la realidad los mutiló, o porque ellos mismos no se preocuparon de cultivarlas.

Tendríamos obligación de explicárselo bien claro a los muchachos: entre los 14 y 16 años –a mí me gustaría llamar a ese tiempo “la edad sagrada”–, todo ser humano normal tiene ese don terrible de poder elegir entre convertirse en un reptante, que sólo tiene pies para poner zancadillas, o en una ave de vuelo más o menos poderoso, pero capaz, en todo caso, de remontarse sobre sí misma.

Y tendríamos que decirles aún más claro que, en definitiva, en última instancia, la opción asumida depende casi exclusivamente de ellos. Decirles que el mundo puede zancadillear, obstaculizar, dificultar, recortar, reducir un gran porcentaje de sus esfuerzos, pero que, al final, el gran salto quien lo da o lo deja de dar, quien asume sus alas o las deja perdidas en el gran perchero de la vulgaridad, es lapropia persona que hace la opción, es el propio adolescente que elige reptar o volar.

En esto me parece que nos hemos ido de extremo a extremo. Y no sé cuál de ellos sea más peligroso. Cuando yo atravesaba esa “edad sagrada” –hace ya 40 años– nos hicieron un bien infinito al hablarnos mucho de “ideal”. Nunca lo agradeceré bastante. Nos explicaron que había grandes cosas por las que valía la pena luchar. Un poco románticamente nos señalaron diversos tipos de heroísmo como metas posibles y necesarias. Y en todo ello había mucho de tópico y de ingenuo. Pintaban demasiados luceros en nuestro horizonte. Pero, al menos, consiguieron con ello que nos acostumbrásemos a mirar hacia arriba.

No nos explicaron, en cambio –y eso fue su fallo–, que la realidad es cruel, que tres de cada cuatro de nuestros ideales serían mutilados o arrasados. ¡Nos pegamos, por ello, cada batacazo! ¡Cayeron tantos en el otro extremo del cinismo!

Pero tengo la impresión de que ahora está ocurriendo exactamente lo contrario, que me parece más peligroso. ¿Hay entre los adultos, maestros o guías que tengan ilusiones suficientes para transmitirlas? ¿No se encuentran, más bien, los jóvenes con una generación de plañideras que no pueden invitar a unas conquistas en las que no creen?

La tierra se ha poblado de lo que Juan XXIII llamaba “los profetas de calamidades”. Y uno ya sabe que la marcha de este planeta no está para fandangos, pero es que te levantas y el periódico te habla de la proximísima conflagración mundial; tu vecino de autobús te anuncia una nueva subida de la gasolina; la señora que limpia la escalera te cuenta que los jóvenes de ahora han perdido el respeto, la limpieza y quince cosas más; el compañero de trabajo te habla pestes del jefe, y si entras en un bar te hablan mal de los curas, de los políticos, de los fabricantes de cerveza y de los deshollinadores, y llegas a la noche preguntándote si algo funcionará bien en este mundo, y hasta te maravillas de que al abrir el grifo salga agua en lugar de vinagre.

A veces miro con pena a los chicos de ahora, a quienes hemos convencido de que no tienen más horizonte que el de la próxima guerra mundial, y a quienes empujamos, mientras la bomba llega, a malgastar su vida lo más ruidosamente que puedan y sepan.

Yo prefiero volar. Si esa temida guerra tuviera que llegar, aspiro a que al menos, me encuentre volado y habiendo vivido hasta el céntimo todos los sorbos de vida que me hallan concedido. Con lo que, si además, no llega, nos vamos a ir encontrando mejor cada vez en un mundo de gente ilusionada que en otro de reptantes asustados.

Por eso digo a los jóvenes que cuiden sus alas. Que procuren tener varias, si es posible tres pares, como los serafies, porque luego viene siempre la realidad y te recorta algunas, así que hay que tener, por si acaso, varias de repuesto. Que no se olviden de que es muchísimo más importante dedicarse a fabricar unas alas que a podar sus defectos. Hay gente que gasta su tiempo en quitarse chinitas de los zapatos o callos en los pies cuando podría, simplemente volar. Era san Agustín quien decía que aquello del “ama y haz lo que quieras”, no porque sea bueno hacer lo que a uno le venga en gana, sino porque cuando uno ama sólo le vendrá en gana hacer cosas ardientes y dignas.

Si los chicos aprendiesen a volar, si todos alimentasen sus alas, su coraje, su pasión, sus ganas de ser alguien y mejorar el mundo, ya podía el paro encadenar a un alto porcentaje de ellos, ya podrían venir ríos de droga por todos los canales de los negociantes: ellos seguirán creyeno en sí mismos y en su lucha. Porque no es cierto que a los jóvenes les vaya mal porque han caído en la droga o en la soledad. Al contrario: han sido atrapados por la amargura y por la droga porque ya antes les iba mal, porque ya tenían el alma a medio encadenar. No se llena de veneno o de vinagre una vasija que no esté previamente vacía. Hace falta un casador buenísimo para cazar a los pájaros que vuelan más alto, muchos se quejan de que les pisan y no se dan cuenta de que fueron ellos quienes eligieron ser cucarachas. Muchacho: ¡Cuida tus alas!

lunes, 28 de junio de 2010

El suicidio en tres versiones


Hace tiempo, en algún ejercicio escolar, me dí a la tarea de redactar sobre un tema en adaptaciones distintas. Fue una actividad gratificante, pero es ahora que comparto estos escritos…


El suicidio: una calamidad
(Versión catastrófica)

Me crean o no, he sufrido uno de los peores males que el hombre puede padecer. Mi mejor amigo, aquel a quien yo le confiaba todo sobre mi persona y en quien me refugiaba en los momentos de desdicha, decidió quitarse la vida, y peor aún, me ha arrebatado la mía, se la llevó consigo.

Tomó uno de los cuchillos con los que su padre suele matar reces en el “rastro” y decidió –con una actitud de experto en asesinar animales– clavárselo en aquella cuenca que suele formarse debajo de la garganta. Partió en dos la vena que acarreaba vida a la parte superior de su cuerpo… Sí, así fue. Y aunque muchos teman expresar el término o traten de evitarlo -cuando se hallan en semejante situación-, no se puede evitar saber que se trata de un suicidio.

Lo más probable es que mi amigo no tenía ningún motivo para seguir existiendo, ni siquiera yo le di razones suficientes.

–¿Tendrá algún sentido estar luchando contra una realidad absurda? ¿Vivir en medio del sufrimiento, las injusticias, la negatividad de la vida? ¿Sobrevivir? ¿Para qué?... solía decir aquel amigo que ahora ya no puede leer esto que escribo.

Y tal vez tenga razón. Ahora más que nunca comprendo la situación por la que ha pasado: no hay nada que motive la existencia. Ni yo mismo cobro el valor para soportar esta calamidad. Es mejor terminar ahora con este ser que roba aire al mundo. Se fue mi amigo, y creo que lo mejor es irme también yo.

Me parece muy propio valorar el suicidio. No hay duda que es el ejercicio de la libertad. Para qué continuar empujando una piedra cuesta arriba por una ladera empinada, sabiendo que una vez en la cima rodará de nuevo hacia abajo. ¡Aceptemos de una vez por todas la condición futil y perecedera del hombre!

Es hora de realizar el acto más heróico, el más lleno de sentido, el más condecoroso que pueda realizarse. Es hora del suicidio…



El suicidio: un milagro
(Versión milagrosa)

Me desperté hace apenas unas horas. No pude dormir durante la noche y fue gracias a aquel acontecimiento que sigue ardiendo en mi mente. Nunca lo imaginé. Ya era hora de que Gonzalo tomara al toro por lo cuernos. Uno nunca debe proceder con temor ante aquellas cosas que se resuelven acatar sin preámbulos.

-¡Fue un milagro!, expresó su novia cuando le dí la noticia.

Y era cierto, nada habría sido mejor que lo que sucedió. Gonzalo se suicidó depués de tantos intentos. Ahora ya no se tendrá que recolectar dinero para pagar las intervenciones quirúrgicas en hospitales o para saldar daños que se ocacionaban a terceros. Ya podemos respirar tranquilos al saber que por fin alguien logró lo que tanto anhelaba en la vida: ¡morirse!

El suicidio de ayer en la tarde ha sido un portento (…). Todos nos quedamos pasmados al saber la noticia.

Cuando la puesta del sol, me enteré de ese acontecimiento que nos devolvió la tranquilidad. Gracias a la muerte de Gonzalo nos libramos de preocupaciones. Su acto heróico de abandonar este mundo, nos hace ver al suicidio con buenos ojos.

¡Un milagro!, eso fue. Fue algo casi divino; algo sobrenatural porque entre nosotros jamás había existido atisbo tan sorprendente y fuera de lo común: el suicidio de Gonzalo.



El suicidio: ¿evita el absurdo?
(Versión crítica)

Para los seres humanos existe sólo un problema serio, es el de “juzgar si la vida vale o no la pena de ser vivida”, decía Albert Camus. Ahora bien, ¿tendrá algún sentido estar luchando contra una realidad absurda? ¿Vivir en medio del sufrimiento, las injusticias, la negatividad de la vida? ¿Sobrevivir? ¿Para qué?

¿Acaso el valor de nuestra vida depende tan sólo de la realidad que nos circunda? Definitivamente no es esí. Y es que precisamente nuestra única tarea en la vida es dignificar nuestro llamado a la existencia. La vida es el encuentro, es la relación entre mi persona y el mundo, mi respuesta y compromiso ante lo otro. Mi vida no depende sólo de las condiciones externas, depende, incluso en mayor medida, del ejercicio de mi libertad en el compromiso. Y esto se contrapone con aquellos que piensan que el suicidio es la solución a algo que no parece tener salida; contra aquellos que justifican el suicidio como el ejercicio de la libertad, cuando ni siquiera son capaces de abrazar su condición de libres y lograr modificar su forma de existencia y su realidad.

“La vida merece la pena de ser vivida”. Ese es el transfondo del mito de Sísifo que expone Camus: empujar una piedra cuesta arriba por una ladera empinada, sabiendo que una vez en la cima rodará de nuevo hacia abajo. Una manifestación de la condición futil y perecedera del hombre, pero que al mismo tiempo manifiesta el gran poder que tiene para enfrentarse a su condición de mortal. El hombre obtiene su trascendencia en ese mismo afán de lucha por salvaguardar su vida.

Sísifo le enseña a los dioses que, a pesar de su condena, obtiene la dicha. Él no se abandona a las condiciones que se le imponen desde fuera, por el contrario, hace de ellas el medio para obtener su gloria.

De allí que el suicidio sea lo más vergonzoso de un ser cuya esencia sea la libertad; el silencio atroz ante el llamado a la existencia; la degradación de la conciencia; el acto más vacío de sentido que un ser humano llegue a realizar... Los que se suicidan evitando una realidad absurda no hacen más que volver más absurdo aquello que trataron evitar.

viernes, 11 de junio de 2010

Un coloquio sobre mi religión


Rafael Espino G.

Hace días entablé un diálogo con una persona que se dice a-religiosa (es decir, sin religión). Era alguien mucho mayor que yo, y al parecer con mucha más preparación. Dicha conversación surgió a partir de un reclamo abierto y sin escrúpulos por parte de aquella persona hacia la Iglesia católica. Me argumentaba la falsedad de la institución católica, y además, de la inexistencia de lo espiritual…

Sin duda alguna, la persona de la que les hablo, a pesar de dar muestras de su excelente formación, patinaba en un grave error. Primero porque emitía juicios generalizantes respecto de la Iglesia, y segundo, lo más imperioso, mantenía su postura totalmente insustentable de que lo espiritual no existe…

Gracias a este acontecimiento, me doy la oportunidad de plasmar en los siguientes párrafos algunas ideas que he venido adquiriendo al paso de los años respecto a esta situación. Considerando además que, dado el hecho, alguna vez cuando más jóven, llegué a tener dudas sobre tales cuestiones…

En primer lugar, debo decir que lo espiritual existe. Es algo propio del hombre y nunca separable. Es una realidad ineludible, y además, no nocesita estar vinculada a las religiones forzosamente. Se da cuando hay cultivo de la interioridad, meditación, liberación personal…

En segundo lugar, retomando aquello de la institución católica (y de lo cual profundizaré un poco más), considero que el hecho de que se perciba un declive de la religión, puede ser una oportunidad para lanzar fuera las represiones que nos formamos en este ambiente o sistema social.

Sin embargo, como primer momento, debemos reconocer que, a pesar de las fricciones que han surgido al paso del tiempo entre Iglesia, ciencia y otros elementos, siguen coexistiendo en el ámbito de la experiencia humana, y siguen reformulándose día a día.

El sistema racionalista nos ha conducido a decir que la religión es el “opio del pueblo”. Los medios de comunicación han tratado de quitarle crédito, incluyendo a otras instituciones, pero no confundamos el fundamentalismo con la religión...

La religión (por lo menos la que profeso) es compatible con lo valores universales de la ética, los derechos humanos fundamentales. No debemos considerarla como un rango cultural inferior, como lo hacen los escépticos y fundamentalistas científicos. Nadie puede negar que el mismo Papa Juan Pablo II fue un defensor de la libertad y del hombre (¡y profesaba una fe, una religión!).

La mayoría de la veces, en la religión, el hombre expresa lo mejor que lleva de sí, sus aspiraciones más altas y sus necesidades profundas. Hoy día ella es una de las que se muestra abiertamente en contra del materialismo atroz que nos despersonaliza, contra las guerras, pobreza e individualismo.

La religión católica desvela el destino de cada uno de sus fieles. Nos mantiene seguros de que nuestra existencia no tiene fin el día que dejemos de respirar. La religión no nos pone como condición dejar de pensar, sino todo lo contrario. Ella no trata de algo fideísta o fundamentalista, sino de una cierta confianza en nuestra razón, que sin duda también nos conduce a Dios.

Para los cristianos católicos es fundamental saber que antes de pertenecer a una religión profesamos una fe (en Jesucristo). Donde se trata de acoger a Dios mismo, como Don, y por consecuencia, que se traduce en formas religiosas: cultos, textos sagrados, normas, comportamientos, etc. Creer es adherirse a alguien (a Jesús).

En la religión católica, el hombre que cree en Jesús entra en la propia dimensión de Jesús, porque se acerca a él: oración, paz, misión salvífica. Es Jesús quien promueve al hombre. Lo convierte de siervo a amigo, de esclavo a hijo…

El creyente católico no puede ni debe creer a la ligera, ya que es un sugeto humano dotado de exigencias de honestidad intelectual y rectitud moral respecto a los actos que realiza. Debe dar razones de su fe: necesarias para garantizar su carácter razonable.

La Iglesia católica no encubre nunca sus razones de fe. A pesar de que ello la conduzca constantemente a la hoguera. La fe del católico no es demostrable siempre, pero tampoco puede reducirse a una opción voluntarista, irracional y sin compromiso… La Iglesia católica, en su calidad de depositaria de fe, da al hombre motivos racionalmente válidos para hacer razonable su adhesión a Dios…

Las actitudes descalificadoras, superficiales y acríticas contra la Iglesia católica son moneda barata e insuficiente. Se necesita una visión global para aprender y pensar qué somos y dónde estamos. No basta ser mediocre y repetitivo. La religión cristiana es muy fascinante como para tacharla de esa manera…

martes, 1 de junio de 2010

Una es la entrada, y una la salida


“Al nacer, lloramos por haber venido
a este gran teatro de locos”
(Shakespeare en “El Rey Lear”)


“Yo también soy un hombre mortal como todo,
un descendiente del primero que fue formado en la tierra.

En el seno de una madre fui hecho carne;
durante diez meses fui modelado en su sangre,
de una semilla de hombre y del placer que acompaña al sueño.

Yo también, una vez nacido, aspiré al aire común,
caí en la tierra que a todos recibe por igual
y mi primera vez fue la de todos: lloré.

Me crié entre pañales y cuidados.
Pues no hay rey que haya tenido otro comienzo de su existencia;
una es la entrada en la vida para todos
y una misma la salida…”

viernes, 21 de mayo de 2010

Lo que más nos hunde


Espino


Más que un modo de pensar, la soledad es sobre todo una experiencia: es no encontrar salida, estar obturado en el aislamiento y en la pérdida de diálogo. Es no tener a nadie con quien hablar, con quien desahogarse. Es cuando nadie me conoce ni me quiere, ni me busca y me dice lo que tengo que hacer para superar las adversidades de mi camino.

La soledad es no tener interlocutor, no encontrar réplica en otra persona, no tener amigo o amiga. Es no tener a nadie con quien estar, para entablar comunicación, para ayudar y ser ayudado. Es un proyecto vital solitario donde con nadie se comparte, donde la tarea de vivir no es común.

La soledad es la frustración redical de la persona, un ser esencialmente capaz de dar. No podemos darnos a una piedra porque es un dar muy corto para lo que somos. A quien podemos dar deveras es a alguien como nosotros, es decir el “otro”. Y si no hay “otro” me frustro porque no expreso mi ser, no saco nada de mi, no recibo nada, me pierdo. La soledad es no recibir correspondencia a mi don.

La soledad nos hunde en el sufrimiento.

lunes, 3 de mayo de 2010

¿Qué me inspira?


Espino


La verdad es un elemento constitutivo de la vida humana. Toda persona tiene su verdad inspiradora. El crecimiento del hombre se realiza por su inspiración. Ella es la que enciende las alas de las dormidas capacidades humanas. Por eso las hazañas son tan decisivas. Expresan la máxima tensión de conquista, de esfuerzo, de una verdad captada.

Quien no entiende el dinamismo de las proezas humanas no entiende al hombre mismo. Negar la verdad es negar la mayor parte de la grandeza del hombre. Suprimirla es suprimir la inspiración, el arte, el ejercicio de libertad.

El hombre no puede vivir sin verdad, carecería de inspiración.

La verdadera alegría se da cuado nos topamos y nos reconocemos ante la verdad.

¿Cuál es mi verdad? ¿En qué creo? ¿Qué es lo que me mueve a hacer algo, a vivir? ¿Cuál es mi inspiración central?...

lunes, 19 de abril de 2010

“El niño Yuntero”


Espino


Quieisera que los que escuchen esta canción recuerden que su autor fue un poeta perseguido, condenado y encarcelado. Un hombre que murió en prisión por el delito de pensar y escribir cosas como las que aquí aparecen.

Fue un pastor de cabras, fue una persona comprometida con su gente y con su tiempo. Un hombre sencillo y sensible que amaba la libertad y decía: “… soy como el árbol talado que retoño y aún tengo vida…”, y se la quitaron.

Que el destino mantenga fresca la mamoria y nos libre de aquellos que asesinan a los poetas y a la poesía

(J. M. Serrat – Disco: Miguel Hernández)



“El niño Yuntero”


Coloco aquí un poema que ha invadido por completo mi pensar y mi sentir. Y lo ha sido porque se adapta completamente a mis raíces: evoca la vida miserable de los niños labradores, con la voluntad de empujar a su liberación… realidad –y no ficción como muchos lo creen– de un México en pleno siglo XXI.

Publicado en plena Guerra Civil en la revista “Atalaya”, y recogido en “Vientos del pueblo: poesía de guerra” (1937).



Carne de yugo ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.

Nace, como herramienta
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.

Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma de color de olivo
vieja y ya encallecida.

Empieza a vivir y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.

Empieza a sentir y siente
la vida como una guerra,
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.

Trabaja, y meintras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvias y se alhaja
de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con la ambición de muerte
despadaza un pan reñido.

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escuha bajo sus pies
la voz de la sepultura.

Y como raíz se hunde
en la teirra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y de panes su frente.

Me duele este niño ambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

Me da su arado en su pecho,
y su vida en la garganta
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.

¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.

(Miguel Hernñandez)

miércoles, 14 de abril de 2010

El “semisueño”


Espino

En nuestro diario vivir existen momentos en los que nos esfumamos de la realidad. Es ese estado de “semisueño” en el que podemos reflexionar extensamente sobre el pasado, recordar intensas escenas infantiles, vivenciar un hecho ya experimentado, tararear la canción preferida… es el instante en que las imágenes muy personales se encadenan de forma interminable.

Si después de ello quisiéramos enumerar todo lo que hemos recordado (y vivido en el recuerdo) necesitariamos horas y horas, cuando apenas nos habiamos llevado unos cuantos minutos al pensarlo.

Es en el “semisueño” donde nos vivimos cientos de años… y si encontráramos la manera, podriamos vivir mil veces más de lo que estamos viviendo hoy por culpa de los relojes…

lunes, 12 de abril de 2010

La muerte en Atotonilco


Rafael Espino Guzmán


Cuatro velas rodeaban la cama que asedía aquella asamblea de piadosas. El cirio que daba al patio de la casa se consumía a mayor velocidad que los tres restantes. Su grande flama hacía que se desplomaran gotas de cera sobre el adoquinado… Atotonilco se vestía de margaritas y flores silvestres; se engalanaba con copal y coros de sollozos.

Las bocas de aquellas mujeres que pronunciaban sin cesar “aves marías” se mostraban suplicantes para la salvación de la alma tumbada frente a sus ojos. Eran casi las cuatro de la tarde. Nunca había sentido la muerte tan de cerca. Era como si yo jugara con ella y ella conmigo. La obscuridad de quel cuarto de adobe y el ambiente de tristeza me sofocaban mucho más que el humo y el calor de aquel lugar.

Las lágrimas rodaban por las mejillas de los seres queridos; se les arrancaba una parte de sus miserables vidas. Zoila, la que yacía sin premura en aquel altar costeño, habría cumplido 88 años el domingo próximo si no se hubiera enfrentado con el furor de la muerte.

El tiempo pasaba al compás de las migajas de cera que caían sobre el suelo; la vela añeja se derrumbaba gota tras gota y el tiempo minuto a minuto.

Allí estaba la muerte, nos hacía ver la supremacía de su presencia. Unos la tomaban como cruel y despiadada, y otros, como algo incomprensible y digno de respeto.

Las miradas de quienes se encontraban en aquel cuarto semioscuro se clavaban fuerte sobre el cuerpo inmóvil. Ni una palabra, ni un acto… era un hecho in facto.

Yo inalaba el humo de incienso que cubría la habitación. Los rosarios se desgranaban entre los dedos de las mujeres misericordiosas. Rodaban y rodaban lágrimas en los rostros pálidos e iluminados por la vela que se consumía paulatinamente…

El viento sopló por aquella puerta lateral y al unísono de un “amén” se extinguió la llama que iluminaba el recinto… todo se había consumado…

jueves, 1 de abril de 2010

¿Qué enseña la enfermedad?


Rafael Espino Guzmán

“Diciendo está el cigarro lo que es la vida:
fuego de unos instantes, humo y cenizas…”


"Según se ha vivido, así se morirá", decía un viejo sabio. La enfermedad nos recuerda nuestra finitud, la posibilidad de desequilibrio. El mal, el sufrimiento, el dolor, se pueden presentar en el momento más inoportuno. Esa es una realidad a la que hay que atenerse siempre. Todo hombre pertenece a la tierra cuando más siente estar en el cielo.

Muchos, en lugar de preguntarse si hay vida después de la muerte deberían preguntarse a tenor de la vida que arrastran: Ah, ¿pero había vida antes de la muerte?... ¿Qué tipo de vida era?...

“Me duele, luego existo”, decía Kierkegaard parodiando a Descartes. Su experiencia del dolor le hacía girarse a sí mismo y buscaba irremediablemente respuestas a su condición frágil.

El dolor sólo se hace llevadero cuando alguien más nos quiere y nos acompaña amorosamente. ¿Por qué tanto miedo al dolor? Por culpa de la soledad seguramente, pues lo que duele más al hombre es el dolor solitario.

Un dolor verdadero sólo reclama silencio y grito, a veces también gritos de silencio desgarrador. Y en efecto, todo “enfermar” es derrumbarse, venirse abajo, precipitarse sin firmeza. Al caer se deja de pertenecer al mismo grupo de humanos al que se pertenecía y se pasa a experimentar un contexto inóspito.

La enfermedad genera reproches contra los demás y contra uno mismo. También nos lleva a inscribirnos en la constelación del sentimiento de culpa: ¿Qué habré hecho yo para merecer esto? ¿Por qué a mi? Nos cae el abismo de la hipersensibilidad.

Todos somos insignificantes en esta aldea global, y más nos damos cuenta de ello en la enfermedad. Sin embargo, lo más sorprendente de los sufrimientos y del dolor a que nos arrastran nuestros males, es el aprendizaje que acarrea a nuestras puertas: saber las condiciones para superar odios, desesperaciones, instintos destructivos, etc. La paradoja de la enfermedad es que puede devolvernos una nueva salud (más allá de la física). Por la enfermedad se puede aprender el arte de humanizar en sus tres dimensiones: preventiva, de mantenimiento y de restauración.

La vida diaria del pobre o del enfermo exige aprender a pedir. Es regrezar a las prácticas de niñez: llanto, agitaciones de arriba abajo y agradecimiento enloquecido a quienes nos brindan atenciones. También es aprender a sabernos dichosos en los momentos de suma paz, de estabilidad psíquica y física.

Y algo más: “la enseñánza suprema es darnos cuenta que el amor ajeno nos funda y dignifica”.

jueves, 25 de marzo de 2010

¿Por qué la filosofía?



Rafael Espino Guzmán

En una de mis vacaciones pasadas un viejo amigo me preguntó sécamente: “¿Por qué estudias filosofía?”. Fue una pregunta tajante para aquel instante, al grado que me hizo buscar justificaciones imprevistas.

Recuerdo que era una tarde asoleada. Mi amigo me estaba contando con tanta intensidad los estudios de ingeniería mecánica que concluía. Se mostraba lleno de espectativas: tendría en pocos meses un buen trabajo y un buen sueldo; ocuparía lugares de reputación en las empresas maquiladoras; personas allegadas le aplaudirían sus logros y esfuerzos… había elegido unos magníficos estudios universitarios.

Me imagino que tenía razón al sorprenderse cuando le confesé que estudiaba filosofía. Eran totalmente parámetros distintos los suyos sobre las profesiones y la vocación de las personas en pleno siglo XXI. ¿Quién no se preguntaría en estos tiempos sobre la utilidad de la filosofía? Definitivamente es una cosa que no cuadra con las cosas que vivimos en la actualidad. Hoy día se piensa que la filosofía no tiene terreno común para desenvolverse. Nos parece una extraña que habla una lengua diferente, como decía Ferrater.

La pregunta de mi interlocutor me ha llevado a interrogarme sobre el asunto, y es así que les presento en pocas líneas parte de mi reflexión.

La filosofía indudablemtente nos brinda los valores más verdaderos. Creo yo que ese es el principal motivo por el que me incliné a estos estudios. Siempre he buscado resolver las paradojas de mi vida y la filosofía es la que más ha contribuido a mejorar mi humanidad. Con esto no digo que la filosofía resuelve la vida, pero sí favorece a optimizarla.

Irremediablemente, queramos o no, lo sepamos o no, todo ser humano filosofa. Cualquiera, aunque muchos lo duden, tiene la necesidad de aprender a preguntar. Sólo a partir de este ejercicio es como logramos romper viejas costumbres o tradiciones; sólo así es como comprendemos el mundo que nos rodea. De allí que no sólo quienes estudiamos esta discíplina hacemos uso de ella, sino en toda persona.

Tener una mayor protección mecánica o una vida asegurada no requiere de filosofar, cosa que nunca sucede. A una vida minimizada corresponde naturalmente un minimo de pensamiento. Porque para nosotros vivir es movimiento, riesgo, entrega. Es buscarse una trascendencia al estado en el que nos encontramos, es indagar algo más acerca de aquello que aparenta ser solamente la busqueda de salvación.

Entre menos pensamiento haya alrededor de la vida, menos intensidad de vida aparecerá. Porque si no hay movimiento, si no hay una búsqueda de algo que nos trascienda, entonces nos toparemos con el sin-sentido. Vivir, es entonces, estar pensando en la naturaleza de nuestra propia vida, en el vencimiento de aquella inmediatez en la que nos hallamos: ¡definitivamente filosofar es vivir!.

Aristóteles ya lo decía en alguno de sus escritos: “Se debe filosofar, hay que filosofar: y si no se debe filosofar entonces hay que filosofar el porqué no se debe. En cualquier caso hay que filosofar”. Efectivamente, si existe la filosofía estamos obligados a filosofar sin ninguna duda, puesto que existe, y si no existe, también en esas circunstancias estamos obligados a investigar porqué no existe la filosofía, entonces, al investigar filosofamos.

Con esto sólo quiero recordar al lector la importancia de filosofar en nuestra vida. Este hecho es como una luz en el camino para no estar perdidos aun sintiendo que lo estamos.

Tal vez mi carrera no se halle dentro de los parámetros de la cultura actual; tal vez ni siquiera me logre una sufieciente remuneración económica o, peor aún, no halle trabajo con ésta; tal vez no convenza a mi amigo con esta reflexión… pero lo que estoy seguro es que la búsqueda de la sabiduría corresponde a vivir felizmente, aunque ello se me presente en ocaciones de manera amarga, dura e inaceptable…

viernes, 5 de marzo de 2010

El cuidado del alma


Rafael Espino Guzmán
Epicuro, el filósofo, escribió: “Nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para ocuparse del bienestar del alma”. Recuperar el valor de los placeres sencillos, las relaciones con el mundo y con los que nos rodean; la atención, dedicación, manejo prudente, adorno del cuerpo, sanación, administración y preocupación por nuestra persona son aquellas cosas que nunca debemos perder de vista.

Esa es probablemete la síntesis de aquel libro ("El cuidado del alma" de Thomas Moore) que ha sido parte de mis lecturas en estos últimos meses. Debo admitir que su mensaje es claro: el alma es la fuente de quienes somos. De allí la necesidad de un cuidado diario.

El alma no tiene que ver tanto con la reparación de algún fallo básico, sino con la atención que se presta a los pequeños detalles de la vida cotidiana como las decisiones y los cambios más importantes. El cuidado del alma se inicia observando su manera de manifestarse y de actuar. Es sacar de sí los problemas a uno mismo y regresárnoslos para su trabajo.

Si conociéramos mejor el alma podriamos estar mejor preparados para los conflictos de la vida. No por nada los grándes místicos y personas profundamente maduras dan prioridad a la observancia del alma que a una solución inmediata a los problemas se que pudiera presentar. Es en ese caso cuando actúan mediante la inacción: al hacer menos logran más.

Si vamos a contemplar el alma es necesario explorar sus desviaciones, su perversa tendencia, porque en la normalidad se suele esconder las excentricidades que mejor nos definen. Estar en momentos críticos o en situaciones que rebasan la normalidad es señal de que el alma tiene la capacidad de reflexionar sobre su destino.

El cuidado del alma es pues, desde mi experiencia, algo que implica simplicidad de acción a pesar de las dificultades monstruosas que aparenten evitarla.

Epicuro tiene razón en su sentencia: el cuidado del alma es continuo. Es como tener una espiga seca en nuestras manos y saber que aún puede producir vida.

El hecho de estar expuestos a la vida, es para nosotros, al mismo tiempo una amenaza y una oportunidad. Nosotros decidimos conducir el alma por una o por otra.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Pito Pérez: “la desventura de la humanidad”


Rafael Espino Guzmán
Pertenezco a un pequeño poblado del Esatado de Michoacán, un lugar muy sencillo, modesto y a la vez interesante. La niñiez y parte de mi juventud la viví en su regazo, y gracias a ello me hice portador de considerables riquezas que hoy son parte esencial de mi persona.

Profusas son las historias de mi pueblo que se refieren a individuos muy particulares, aquellos que se mantienen al margen del común de la sociedad pueblerina (por alguna discapacidad, por exclusión social, por vicio alguno o por provocar mofa entre la gente)… Yo a ellos los comparo con “Pito Pérez”, el desventurado borracho de Santa Clara del Cobre y personaje ilustre de la obra de José Rubén Romero. Y digo los comparo porque no significa que todos son iguales, pero sí comparten características de aquel sector rechazado por la mayoría.

Alguien me dijo alguna vez que sin este tipo de personas los pueblos se volverían rutinarios, abandonados, e incluso sumisos a las condiciones fatales que padecen, y tal vez tenga razón, no porque apoye la detestable idea de recriminarlos, sino porque son ellos los que más viven las desventuras de la humanidad, los que conocen con mayor certeza la esencia y el colorido de nuestro país, y desde luego, porque a ellos los convertimos en válvula de escape de nuestras represiones sociales. Son ellos la expresión sencilla y no rebuscada del mexicano: alegre siempre a pesar de su historia dolorosa; rico en sus miseria; enmascarado con aquel humor que siempre ahuyenta sus propias tragedias.

Aquí dejo pues el testamento de este hombre tan picarezco para que lo tomemos con ambos brazos y lo invirtamos en la empresa personal:

a).- “Lego a la humanidad todo el caudal de mi amargura…
“Para los ricos, sedientos de oro, dejo la mierda de mi vida y para los pobres, por cobardes, mi desprecio, porque no se alzan y toman todo en un arranque de suprema justicia”.

b).- “Solamente los tontos o los enamorados se entregan sin condición”.

c).- “Libertad, igualdad, fraternidad… !Qué farsa más ridícula! A la libertad la asesinan todos los que ejercen algún mando; la igualdad la destruyen con el dinero, y la fraternidad muere a manos de nuestro despiadado egoísmo”.

d).- “Y, ¿qué es la caridad? Bien claro lo indica su nombre: ca-ri-dad, dad, dad. ¡Por algo es la mayor y la más grande de las virtudes!”

e).- “¿Qué voy por la vida sucio, greñudo, desgarrado? ¡Y qué importa si no tengo con quien quedar bien!; ¿Qué no trabajo? ¡Qué más da, si nadie tiene que vivir a mi costa!”

f).- “Te amo en secreto, si lo supieras nunca me hirieras con tu desdén…”

g).- “Humanidad, te conozco; he sido una de tus víctimas”.

h).- “¡Cuán breves son las fiestas de este mundo y cómo nos dejamos engañar por un señuelo!”

sábado, 30 de enero de 2010

No soy yo

Por: Rafael Espino Guzmán

No soy yo, soy otro cuando te miro,
y no es que me deje abandonado en tus ojos,
es mi alma que se empieza a agitar.
Soy ese en el espejo, con un sueño perturbado,
con brazos cubiertos de largos años cansados de esperar.

Te veo como un lucero de mis noches:
limpia, brillante y única en cualquier lugar;
tu mejilla es firmamento enorme
del aquel inconfundible lunar...

Eres tú, sí tú, lo que más he deseado,
y por más que te aspiro, te vuelves cumbre inalcansable,
una estrella vista por un errante al vagar.

Por eso digo que no soy yo,
que soy otro cuando te miro.
Y ese que no soy yo
camina en el mundo sin poderte encontrar

miércoles, 6 de enero de 2010

Lo que nos deja la posmodernidad


Por: Rafael Espino Guzmán
Ciertamente algunos filósofos posmodernos (de especial manera Baudrillard, Lipovetski, Bell y Vattimo) nos han presentado un panorama interesante de algunas de las características más representativas de la posmodernidad.

Entre algunos de los puntos que coinciden estos filósofos destaca el sentido de la despersonalización, del individualismo, del consumismo inmoderado… Todo ello como resultado de la imperancia de los medios de comunicación con vistas a beneficiar a unos cuantos de la sociedad, principalmente a los dueños de medios de producción.

Como bien lo mencionaba Baudrillard, existe una despersonalización y una falta de sentido, somos producto de la globalización, del consumismo, y esto conlleva la muerte del arte y de la carencia de dirección en las vidas de las personas. Se promueve un individualismo que aísla hasta evitar el trato con los demás, ciertamente en algunos casos se excluye la violencia con los otros, pero provoca la reclusión, la destrucción del ser humano. En este sentido la cultura de masas es el mejor conductor del individualismo, los mass media han bloqueado la comunicación que toma partida por la libertad.

Hoy día se proclama el final de las ideologías. La cultura se halla dominada por un principio de modernismo que perturba la vida burguesa y los estilos de vida de la clase media por un hedonismo que ha desmejorado la ética, de la que provenía el cimiento de la sociedad.

El único sentido de la vida en la actualidad se enfoca a los placeres. Esto crea el peligro de una sociedad suicida, de una cultura que se devora a sí misma y que pone en conflicto los valores y las racionalidades. El orden productivo contradice al orden cultural.

Hablamos de la destrucción de aquello que ha sido legitimación del sistema capitalista, que es la producción incesante. Baudrillard menciona que los objetos están hechos para ser vendidos. Está muy atrás la búsqueda de lo necesario o de lo estético. Vivimos atrapados en un mundo irreal, creado por los modismos, los productores y los publicistas.

El signo es el apogeo de la mercancía. La reproducción daña toda la cultura, pues sólo deja el valor de cambio y mata el valor de uso que pueden tener los productos culturales, poniendo fin a lo real e instaurando lo imaginario.

La posmodernidad es el tiempo en que el objeto predomina sobre el sujeto. La fatalidad es el imperio del objeto, pero del objeto ineludible y sin sentido; es por ello el imperio de la trivialidad.

El objeto es ya signo puro, como un cristal. Por eso se nos revela que el yo es solamente simulado. No hay verdad, no hay teoría que pueda ofrecer verdad alguna en este momento. Ya no hay victimarios sino sólo víctimas y cómplices.

El crimen perfecto es dar muerte a la realidad. Después de la muerte de Dios y de la muerte del hombre, impera el objeto. Y después de la muerte del objeto llega la prioridad de lo virtual, su realeza en este mundo agitado y desprovisto de fundamentos de sentido. El nihilismo aparece como paso del valor de uso al valor de cambio; es la pérdida de valores.

Los medios masivos de comunicación son los que construyen la imagen del mundo. Convierten la realidad en fábula. Se vive la fabulación de la realidad como la única posibilidad de libertad, dando la disolución del sujeto.

Hace falta una metafísica que nos desligue de este aparente hoyo negro al que nos está conduciendo la posmodernidad. Es necesario plantear alternativas que estén en miras de un mundo más justo y libre, en el que se logre una cultura de los derechos humanos y de la igualdad…