lunes, 1 de junio de 2009

Los frutos de la oración


Rafael Espino Guzmán

¿Alguna vez has sentido quizás un cierto gusto por la presencia divina? ¿Has tenido la sensación de algo “indefinible”, una profunda serenidad, un instante de dicha en la que los pensamientos son ocupados con el nombre de lo divino? ¿Te has hallado en tranquilidad, serenidad y reposo?… Esas son unas de las características que se pueden distinguir después de un momento de oración. Son instantes en que nos queda una plenitud sin palabras, sin agitación, como un lago en calma, cuya tersa superficie refleja el ser infinito de Dios… Sin embargo, la oración no termina aquí.

La oración comprende toda la vida
Debemos distinguir el momento en que hacemos una pausa para ponernos en contacto con Dios y el momento en el que surgen los frutos de tal actividad.

El primer momento se caracteriza por una creciente absorción, en la que se manifiesta una “presencia”. En la medida en la que nos abandonamos al murmullo interior, nos sentimos atraídos a un “fondo” (o centro); descubrimos un “lugar” totalmente sereno y apacible en el que no existe nada… más que la existencia misma, tanto la propia como la divina.

En el segundo, la oración aparece como aquello que vivifica y conduce toda la actividad de nuestro ser. Son los frutos que se generan a partir del contacto personal con el Creador. Incluso el cuerpo sigue la misma “trayectoria” que el espíritu: conforme vamos descansando más profundamente en Dios, nuestro cuerpo descansa también de una manera desacostumbrada y se regenera en el soplo divino.

La oración comprende todo nuestro ser, cada instante de nuestra vida, no se limita sólo al primer instante, después de ello comienza la vivencia de lo que se contempla en esos intervalos de tiempo.

¿Qué sentido tiene la oración?
La respuesta a esta pregunta se encuentra sólo en la experiencia, mejor que en argumentos teóricos. En 1966 una autora llamada Louise Rinser publicó un libro en el que daba respuesta a esta pregunta: “Orad, y veréis que la oración tiene sentido. No hay otro camino para describirlo, sino la misma oración”. Pablo VI daba una respuesta similar: “Si habéis perdido el sabor de la oración, se encendería en vosotros su deseo poniéndoos de nuevo humildemente a orar”.

Cuando se quiere saber el sentido de la oración, lo mejor es invitar a la experiencia personal. Este es el camino más certero, más eficaz y convincente, contra el que no pueden darse razones válidas. La experiencia se convierte en argumento irrefutable y en testimonio decisivo.

El sentido se descubre de manera personal, no podemos descubir el verdadero sentido de la oración si no lo vivimos nosostros mismos. Lo esencial de este acto es la orientación de toda la vida hacia Dios, es transformarse –sin perder la identidad propia– en un ser que participa y comparte la gracia divina.

Orar es dejarse amar
La verdadera oración no es un medio, por muy importante o necesario que se le suponga, para la vida cristiana o espiritual, sino la misma vida espiritual o cristiana en ejercicio.

Orar de verdad es vivir cristianamente. En la oración convergen o de ella nacen todos los demás elementos integrantes de la llamada vida interior.

Orar es dejarse amar. Y dejarse amar implica: crecer en el amor personal y gratuito, divino y humano de Dios Padre en Jesucristo. El creyente no ora, desde luego, para exigir, para cambiar o para hacer alguna cosa; lo que busca, sobre todo, es la presencia divina. El amor que, partiendo del mismo Dios por iniciativa suya, transforma al hombre y le capacita para responder amando en reciprocidad.

Dios nos ama con amor gratuito y personal. Y en la oración adquirimos nueva conciencia de ello. Dios nos ama y nosotros lo sabemos. La oración crea en nosotros esta certidumbre y aviva este convencimiento hasta convertirlo en gozosa experiencia. Del amor nace el asombro, el estremecimiento, la alabanza y la adoración, la actitud y la actividad…

La oración nos vuelve más humanos
Quien está en comunión con Dios adquiere un sano humanismo. En la oración se está en contacto con la Verdad, la cual vuelca al hombre hacia la autenticidad.

Es una real configuración con Jesucristo, que es el hombre perfecto. “Jesús es el hombre cabal, ejemplo y utopía para toda la humanidad, en quien todo hombre ha sido pensado y creado por el Padre”. Por eso, en la medida en que alguien intensifica su oración –y desde luego el conocimiento de la Palabra divina– se va pareciendo más a Cristo –en sus actitudes, en su mentalidad, en su entrega a Dios y a los hombres por amor– en esa misma medida se va haciendo más hombre.

La verdadera humanización del hombre alcanza su culmen en la gratuita divinización. Vivir en intimidad y comunión con Jesús, en el misterio de su corazón, es la mejor escuela del humanismo integral cristiano. Por todo, esto es importante la oración, no tengamos miedo de orar y dejémonos arrebatar por el amor divino, oremos y encontrémonos con Dios, vivamos día a día el encuentro con nuestro Creador.

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