y disponibilidad
Rafael Espino Guzmán
Dos personas pueden estar presentes físicamente y no convivir.
Pueden estar como dos cosas, una a lado de otra,
pero extrañas sin remedio y para siempre.
(En L’Insondable)
Introducción
Algo que aconteció en la primera parte del siglo XX es la devaluación de la persona. Varios factores hicieron que se llegara a esto y no se tuvo la prevensión de los grandes problemas que esto acarrearía. El surgimiento de varias revoluciones, la sobrevaloración de lo material por encima de la persona, la búsqueda de placer, el cambio de estructuras sociales y otros factores más fueron el parteaguas para que en 1929 –como dice Mounier– el personalismo apareciera como una protesta contra la avanzada putrefacción de la persona y, debido al hundimiento de su agusanada estructura, proponiendo salidas ante tal crisis, apelando a una revolución personalista y comunitaria.
En este contexto aparece Gabriel Marcel, quien después de haber vivido su experiencia en la Primara Guerra Mundial, vuelve su atención hacia la dignidad de la persona.
En su búsqueda de soluciones a la llamada crisis atina en un punto elemental que es factor desisivo para que la comunión se efectué y se realice con mayor eficacia. Se trata de la disponibilidad, la apertura, la donación, el encuentro ante el otro que no es un objeto sino también otra persona (...).
El hombre: una expresión
El hombre por sí mismo es “expresión”. La realidad más pura del ser, su “estar allí”, consiste en develar una presencia. En este sentido el ser humano, por el simple hecho de “ser”, se manifiesta. Su estar allí, de una forma muy particular de ser, lo hace ya una expresión.
El ser humano transmite en sí mismo una significación, expresa su ser en acto que corresponde a un ente expresivo. El vivir del hombre es un constante expresar; no se vive primero y luego se expresa, sino que vivir consiste en expresar[1].
La expresión dentro de la dinámica de la comunicación
En este marco de la expresión tenemos que ser conscientes de que nos movemos en espacios en los que actuamos y permanecemos; manejamos objetos materiales e interactuamos con otras personas; persivimos e intercambiamos mensajes y reaccionamos ante ellos. Es decir, que nuestra expresión no aparece ni se da aisladamente, sino que se halla dentro de la dinámica comunicacional que le es propia a todos los seres humanos. La expresión se encuentra en el marco comunicacional. El hecho de ser expresión implica comunicar algo a los que nos circundan.
Tal comunicación tiene dos formas de presentarse: la consciente y la inconsciente. La primera se refiere a la que realizamos sin darnos cuenta (puede ser verbal o no verbal) y la segunda se refiere a aquella comunicación que conlleva un razonamiento previo al acto de comunicación (tambien puede ser verbal o no verbal).
Mi cuerpo: “Un yo que se manifiesta a sí mismo y al espíritu”
La dimensión de corporeidad o de encarnación de la persona es fundamental de la expresión, puesto que a partir de ella logramos manifestarnos ante lo otro y reconocernos como expresión en sí. Huyendo del dualismo cartesiano y queriendo a toda costa reafirmar la corporalidad del hombre, se llega a afirmar con esto que “yo soy mi cuerpo” –como decía Marcel–. Pero no es que signifique reducir al hombre en una corporalidad, sino rechazar toda posible visión instrumental del cuerpo humano. El hombre no tiene un cuerpo sino que es un cuerpo en el sentido que éste forma parte de su ser y de su esencia. No posee un cuerpo al igual que posee determinadas cosas, sino que se relaciona con él de un modo totalmente peculiar. Y en este sentido el cuerpo toma parte elemental en la relación con el que “no-yo”, se vuelve necesario para la comunión y el preoceso comunicacional[2].
Dos obstáculos
Hay dos actitudes que nos impiden establecer una puesta en común, una comunión humana eficaz. Actitudes que pueden colocarnos en la cúspide de una total ignorancia del otro que no es un “yo” pero que es, en cierta manera, “otro yo”. Dos actitudes que están llenas de orgullo y de superficialidad y lo único que hacen es arrojarnos a un desgarramiento de nuestra forma particular de expresión y a la desesperación, la frustración de la naturaleza propia del hombre que mencionaba Nicol.
Los dos obstáculos que se oponen al acceso del ser auténtico son: la objetivación del sujeto, la negación del ser tascendente del otro; la segunda es cerrarse contra nuestro ser natural, que es abierto y en comunicación con los demás seres[3].
El primer obstáculo parte de nuestro acto consciente de inteligencia, voluntad y vida psíquica que requiere siempre en un primer momento de colocarnos frente a un objeto (en este caso un sujeto-objeto). La inteligencia nada puede aprender sin poner ante sí algo distinto de su propio sujeto. Por ello en la actividad objetivante de la inteligencia, el sujeto no es alcanzado como tal, queda como en penumbras.
Objetivar en este sentido es problematizar. La asimilación por parte de la inteligencia consiste en dar soluciones sucesivas de lo aprendido hasta ser esclarecido totalmente.
Ahora bien, el problema que Marcel haya ante esta circunstancia es el hecho de diluir al hombre en su realidad íntima, inefable de sujeto o de ser, puesto que al esclarecer totalmente a algo, objetivarlo plenamente, equivale a la pérdida de la persona.
La inteligencia por tanto no penetra en el sujeto en cuanto tal. Está mas allá de sus posibilidades. Se queda más acá y frente a la realidad misma inalcanzada de ser, sustituye la realidad íntima o subjetiva por el objeto. Por otra parte yo también me estaría valiendo como una solución obetiva, porque entonces no sabría ni siquiera quién soy yo, y no puedo tomarme a mí mismo como un objeto.
Cuando la inteligencia hace del ser un objeto, lo problematiza, lo coloca delante de él sin penetrarlo; lo hace como un dato científico (...).
El segundo obstáculo es la falta de disponibilidad. Cuando se habla de un cerrarse a la propia naturaleza, significa ir en contra de la “expresión en sí que es el hombre”, es ir contra corriente de la necesidad comunicacional del ser humano. Si se evita la comunión, estando en contacto con los otros sujetos, la expresión reclama atención y termina por convertirse en una comunicación frustrada, cuando por el contrario podría constituirse como una unidad y compartimiento ontológico. La falta de apertura y disponibilidad hacen la separación del “yo” y del “tú”, volcándolos a la plena anulación de sí por la exigencia de su misma naturaleza. Se evita la conformación de un “nosotros” en el que ambas partes tendrían la capacidad de admitir y ser admitidas.
Una solución al problema
Una posible solución a esta problemática filosófica –que bien puede aplicarse en el ámbito comunicacional– es la llamada “reflexión de segundo grado”. Es colocarnos en el seno mismo de la realidad, en una experiencia lúcida e inmediata, sin intermediarios del ser, en su realidad inefable, en su “misterio ontológico”. Mediante esta reflexión somos no conducidos al pensamiento pensado (la objetivación), sino al “pensamiento pensante”, a la fuente misma donde se crea el ser del pensamiento. El ser se alcanza en la experiencia inmediata, en el ser en sí mismo, en su irreductible realidad óntica.
A semejante aprensión se llega por el “recogimiento”. Se requiere de cierta aprehensión que no deja al sujeto como fuera de sí como objeto, sino que penetra y coincide con él. Se trata de una aprehensión en el recogimiento por una cuasi-intuición no distinta del ser mismo.
Es mediante esta actividad que el ser se vuelve abierto a la auténtica trascendencia, no un ser que se nos da frente a nosotros –como objetos–, sino en comunión con otros. Se manifiesta así un ser encarnado, comunicado con el cuerpo, y por él con la trascendencia del mundo corpóreo.
Para llegar a ello se requiere una decisión libre, una aceptación de nuestro ser tal cual es y tal como se nos da en comunicación con los demás seres[4].
Conclusión
El “otro”, el “no-yo” no es ni un límite de mi persona ni un rival; tampoco es la ficha sobre un libro, ni aquel que está allí para darme informes; ni siquiera es la idea que yo tengo o puedo formarme de él. El otro no es un repertorio de datos o de noticias, no es objeto, sino como expresa el mismo término: es un “otro yo”.
La única existencia auténtica es la existencia en común o la apertura de un “yo” a un “tú”, en el cual me encuentro y me descubro a mí mismo. La intersubjetividad, el “nosotros”, es el único camino que lleva al otro y hacia sí mismo.
En este mundo no hay más que un dolor, un sufrimiento, que es el que produce la soledad, pero de pronto surge la luz en el horizonte del hombre, es la presencia de un “tú”.
Sólo se realiza el hombre en la apertura, en la disponibilidad. Pero está expuesto al egoísmo, que le encierra en su prisión, aun cuando se coloque en la máscara de la generosidad o de la bondad.
El otro es una realidad no objetiva, no es ni resorte mecánico ni un objeto entre los objetos, sino libertad y misterio.
La propuesta de Marcel es un llamamiento a decubrir nuestro auténtico ser, al descubrimiento del misterio ontológico. Un llamamiento a no descuidarnos y dejarnos arrebatar por los enemigos del egoísmo, la superficialidad y el orgullo que están siempre en acecho.
El remedio para paliar esta situación consiste en darse cuenta con fuerza renovadora del valor y de la riqueza de la realidad personal de cada hombre: disponibilidad, donación, responsabilidad, compromiso, apertura, intersubjetividad, presencia, vocación, respuesta, llamada, encuentro. Pero entre todas ellas destaca la disponibilidad. La persona se caracteriza por estar dispuesta, accesible y abierta a los demás, ante los otros[5].
Bibliografía
[1] NICOL, Eduardo. La idea de hombre. México, F. C. E., 1997.
[2] MARCEL, Gabriel. Homo Viator. Prolegómenos a una metafísica de la esperanza. Sígueme, Salamanca, 2005.
[3] MARCEL, Gabriel. Homo Viator. Prolegómenos a una metafísica de la esperanza. Sígueme, Salamanca, 2005.
[4] BURGOS, Juan Manuel. El personalismo. Biblioteca Palabra, Madrid, 2000, Pp. 197.
[5] BURGOS, Juan Manuel. El personalismo. Biblioteca Palabra, Madrid, 2000, Pp. 197.
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