martes, 28 de abril de 2009

Vocación: una llamada






Rafael Espino Guzmán




La vida no se me da ya hecha;
es un conjunto de oportunidades.
Para llegar lejos hay que querer y atreverse.

(Manuel Arcusa)



Toda persona trae consigo, al nacer, una doble y muy personal tarea: primera: irse descubriendo a sí mismo con todas sus capacidades, posibilidades y limitaciones; segunda: hallar su ubicación en este mundo y desempeñar en él su función correspondiente.
Tan importante será esto que de allí dependerá no sólo saber darle sentido, rumbo a la vida con éxito personal, sino también ser factor de bienestar, de progreso y de felicidad.

Vocación: una llamada
Vocación provine del vocablo vocatio¸ es decir, llamada. Como hombres estamos llamados a desarrollarnos plenamente y a buscar todo aquello que nos permita crecer como tales.

Dios llama al hombre a la existencia para que trascienda como persona en un diálogo propio de aceptación y de cooperación con todos los llamados a la existencia (vocación humana); así mismo, lo convoca a un proyecto de crecimiento en el amor: la construcción del reino de Dios.

Cuando hablamos de una “vocación personal” nos referimos al modo de existencia y el camino de una vida. Cada persona debe contar con un “proyecto de vida” elaborado en base a las múltiples experiencias y en confrontación con un sistema coherente de valores que dan sentido y dirección a la vida del individuo.

La vocación ha de concebirse como una tendencia propia, como un impulso, como algo determinado por nuestra forma de ser.

La existencia humana siempre expresa la necesidad de una decisión vocacional.

La vida es una secuencia de decisiones
La vida nunca queda conformada por la preferencia inicial de un camino, sino que se articula en una secuencia de decisiones y opciones constantes siempre en línea de nuestro camino de vida.

Toda persona debe decidir sobre el camino de su propia existencia, y logrará darle sentido a partir de la continuidad de decisiones que vaya realizando. Nuestro ser no está ya dado, “el hombre es el ser que hace su propio ser”, para el hombre “su ser es quehacer”.

El sentido de nuestras decisiones dependerá de las alternativas que las hacen posibles. Y podemos, sin duda alguna, preferir unas u otras, optar, elegir y trazar entre ellas la ruta de la existencia propia.

El diálogo con nuestros semejantes facilita nuestra decisión
Una manera de descubrir nuestra vocación, aparte del discernimeinto personal, es el diálogo con nuestros semejantes.

En cada situación vocacional (sobre todo durante la adolescencia) no se delibera tanto sobre la atracción mayor o menor de las cosas, sino sobre los caminos de vida que han trazado y seguido ya otros hombres. La realidad no se presenta como una variedad de cosas, sino como un mundo, como una trama de rutas vitales. Los caminos más “llamativos” se cocretan en las figuras del “héroe”, es decir, de aquellos que manifiestan plenitud en su modo de vivir.

De ello que el diálogo con tales personas puede ayudarnos a precisar, de acuerdo a las capacidades individuales y las posibilidades que depara el mundo, nuestra ruta de vida. Podemos aprender no sólo de la experiancia propia, sino también de la ajena. Todo ello con la condición de no perder de vista que la vocación es propia, quen siempre terminaremos responsables de las decisiones que tomemos.

Cuando se nos presentan obstáculos e imprevistos
Cuando decidimos sobre cierta forma de vida, se ve las condiciones en que se encuentra uno para seguir ese camino. Y si no se cuenta con tales condiciones se debe buscar la forma para llegar a donde se quiere ir. Los obstaculos y los imprevistos que se nos presenten no deben impedir nuestros objetivos, debemos enfrentarnos a ellos y superarlos. Es necesario tener siempre en vista nuestro camino y sobre él poner en juego todas las reservas de nuestro ser. Las posibilidades están hasta donde lo desee nuestra voluntad y hasta donde nos lo permita la libertad.

La vida nos ofrece muchas más oportunidades de las que vemos, pero muchas veces no sabemos reconocerlas debido a no seguir un proyecto de vida, al no saber hacia dónde nos dirigimos.

domingo, 26 de abril de 2009

Cielo de octubre


Rafael Espino Guzmán


Un drama basado en hechos reales, narra la historia de un joven cuyo sueño es trabajar en la NASA. Homer Hickam (interpretado por Jake Gyllenhaal), lucha, principalmente, contra la oposición de su padre, quien le insiste en continuar trabajando en las minas de carbón en la pequeña ciudad de Coalwood (Virginia Occidental EUA), como lo hacía la mayoría de hombres del lugar.
Homer vislumbra que no escapará de ese estilo de vida. Pero el satélite soviético Sputnik, al atravesar el cielo de octubre, hizo que todo cambiara. Homer decide fabricar un cohete junto con sus tres amigos: O’Dell (Chad Lindberg), Roy (William Lee Scott) y Quentin (Chris Owen), y resuelven dedicarse a la fabricación de artefactos que volaran tan altos como sus sueños. Después de grandes esfuerzos logran convencer a todos de que es posible conseguir aquello que parece ser imposible. Lo que Homer emprendió como una simple afición constituyó poco a poco su forma de vivir. Muy pronto lograría aparecer en las filas de aquellos que viajan al espacio…
Los seres humanos somos expertos en soñar. Nos encanta pensar en las cosas que nos gustan, y disfrutamos con ello, pero así como las imaginamos también pensamos en la imposibilidad de conseguirlas. ¿Por qué la mayoría de nosotros tendemos a pensar que nunca podríamos alcanzar nuestros sueños? ¿De qué tenemos miedo? El camino está delante de nosotros, sólo tenemos que comenzar a recorrerlo paso a paso. Tal vez nos cueste dar algunos, pero eso no quiere decir que sea imposible llegar a la meta. No debemos dar un paso atrás ni siquiera para coger impulso.
Se necesita optimismo, valor y entusiasmo para lograr nuestros anhelos. No basta con tenerlos, puesto que la tarea de toda vida consiste en luchar para que se hagan realidad.
Toda persona es capaz –si quiere– de transformarse a sí misma y a su entorno. Somos libres para decidir qué tipo de persona deseamos ser.
Habrá, por su puesto, aquellos obstáculos que interfieran en nuestros objetivos, pero no deben ser el límite del camino que transitamos. Cuantas veces sea necesario se debe luchar para llegar a la cima de la felicidad. Si por alguna razón nos desalentamos o dejamos que nos aplasten las contrariedades, no queda otra opción que continuar luchando, de lo contrario abandonaríamos la oportunidad que la vida nos da para vencer.
Si nosotros “queremos” algo lo “podemos” hacer. Así como Homer estrelló algunos cohetes, así habrá que enfrentar varios errores en función de nuestros sueños. Algunos posiblemente no llegarán a realizarse, pero habrá otros que volarán tan alto que nos mostrarán la riqueza de haber luchado hasta el final.
El film nos exhorta a la grandeza. Debemos levantar la mirada y conseguir aquello que Dios dispuso que cumpliéramos.

El trabajo, un bien del hombre


Rafael Espino Guzmán




Un obrero de una fábrica de calzado ¿produce solamente zapatos? No, con su trabajo también produce valores…

Desgraciadamente la época moderna se caracteriza por un pensamiento materialista, constituido por el acelerado proceso de desarrollo de la civilización, en la que se da primordial importancia a la dimensión objetiva del trabajo, mientras que la subjetiva -aquella que se refiere al sujeto del trabajo- permanece en un segundo plano.

El trabajo, un bien del hombre
Como trabajo se entiende todo tipo de acción realizada por el hombre que implique esfuerzo, independientemente de sus características o circunstancias.

El ser es lo que hace, decía el filósofo Eduardo Nicol, y en este sentido, cuando se habla de que alguien trabaja, no está más que realizando su principio de acción en la libertad misma. Y si el acto del hombre es siempre algo innovador, y la innovoación o el cambio es lo que siempre permanece en el ser humano, entonces el trabajo es parte esencial del ir haciéndose del hombre.

Por tanto, el trabajo es un bien del hombre. Y es no sólo un bien “útil” o “para disfrutar”, sino un bien “digno”, es decir, que corresponde a la dignidad del hombre, un bien que expresa esta dignidad y la aumenta. Mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido “se hace más hombre”. La laboriosidad como virtud permitirá al hombre no degradarse a causa del trabajo, perjudicando no sólo sus fuerzas físicas (lo cual, al menos hasta un cierto punto, es inevitable), sino, sobre todo, menoscabando su propia dignidad y subjetividad.

El trabajo humano tiene un valor ético, el cual está vinculado completa y directamente al hecho de que quien lo lleva a cabo es una persona, un sujeto consciente y libre, es decir, un sujeto que decide sobre sí mismo.

El trabajo, co-participación de la creación de Dios
La Iglesia considera las primeras páginas del libro del Génesis para hablar sobre el trabajo, haciendo ver que éste constituye una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra: “Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla” (Gén 1, 28). A pesar de que estas palabras no se refieren directa y explícitamente al trabajo, indirectamente ya lo indican sin duda alguna como una actividad a desarrollar en el mundo. En la realización de este mandato, el hombre, refleja la acción misma del Creador del universo.

El hombre debe someter la tierra, debe dominarla, porque como “imagen de Dios” es una persona, es decir, un ser capaz de obrar de manera programada y racional, capaz de decidir acerca de sí y que tiende a realizarse a sí mismo.

Como persona, el hombre es pues sujeto del trabajo. Como persona él trabaja, realiza varias acciones pertenecientes al proceso del trabajo; éstas, independientemente de su contenido objetivo, han de servir todas ellas a la realización de su humanidad, al perfeccionamiento de su vocación como persona, que tiene en virtud de su misma humanidad. Todos y cada uno, en una justa medida y en un número incalculable de formas, toman parte en este gigantesco proceso, mediante el cual el hombre “somete la tierra” con su trabajo.

Jesucristo, “evangelio del trabajo”
El modelo de hombre de trabajo es Cristo. Él siendo Dios se hizo semejante a nosotros en todo, dedicó la mayor parte de los años de su vida terrena al trabajo manual junto al taller del Carpintero. Esta circunstancia constituye por sí sola el más elocuente “evangelio del trabajo”, que manifiesta el fundamento para determinar el valor del trabajo humano, que no es otra cosa que el saber que tal actividad está “en función del hombre” y no el hombre “en función del trabajo”.

Esta verdad, según la cual a través del trabajo el hombre participa en la obra de Dios mismo, su Creador, ha sido particularmente puesta de relieve por Jesucristo, aquel Jesús ante el que muchos de sus primeros oyentes en Nazaret permanecían estupefactos y decían: “¿De dónde le viene a éste tales cosas, y qué sabiduría es esta que le ha sido dada?... ¿No es acaso el carpintero?” (Mc 6, 2). En efecto, Jesús no solamente lo anunciaba, sino que ante todo, cumplía con el trabajo confiado a Él, la palabra de la Sabiduría eterna. Por consiguiente, esto era también el “evangelio del trabajo”, pues el que lo proclamaba, Él mismo era hombre de trabajo, del trabajo artesano al igual que José su padrede. Aunque en sus palabras no encontremos un preciso mandato de trabajar, tiene reconocimiento y respeto por el trabajo humano; se puede decir incluso más: Él mira con amor el trabajo, sus diversas manifestaciones, viendo en cada una de ellas un aspecto particular de la semejanza del hombre con Dios, Creador y Padre.

El trabajo humano a la luz de la cruz y resurrección de Cristo
Existe un aspecto del trabajo humano en el que la espiritualidad fundada sobre el Evangelio penetra profundamente. Todo trabajo -tanto manual como intelectual- está unido inevitablemente a la fatiga.

“Maldita sea la tierra por tu causa. Con fatiga sacarás de ella el alimento por todos los días de tu vida” (Gén 3, 18). Este dolor unido al trabajo señala el camino de la vida humana sobre la tierra y constituye el anuncio de la muerte: “Con el sudor de tu frente comerás tu pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado” (Gén 3, 19).

El sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la condición actual de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la obra que Cristo ha venido a realizar. Esta obra de salvación se ha realizado a través del sufrimiento y de la muerte de cruz. Soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la cruz de cada día en la actividad que ha sido llamado a realizar.

El trabajo, elemento de sociabilidad
El trabajo, es siempre una acción personal, en él participa el hombre completo, su cuerpo y su espíritu, independientemente del hecho de que sea un trabajo manual o intelectual.

Con éste, el hombre cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse. Por tanto, es un bien del género humano que permite al hombre, como individuo y miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación... Pero no sólo eso, sino que además, a partir de él los hombres se asocian unos con otros; acúan en común y establecen un cambio de actividades. En la producción los hombres no actúan solamente sobre la naturaleza, sino que actúan también los unos sobre los otros, estableciendo así relaciones que conforman una comunidad. Por él, el hombre se une a sus hermanos y les hace un servicio, puede practicar la verdadera caridad y cooperar al perfeccionamiento de la creación divina.


Bibliografía:
JUAN PABLO II. “Laborem Exercens” (sobre el trabajo humano), Ediciones Paulinas, 1981.
NICOL, Eduardo. La idea del hombre, México, Fondo de Cultura Económica, 1977.
CONCILIO VATICANO II. Gaudium spets, Bogotá Colombia, San Pablo, Pp. 469.