lunes, 19 de abril de 2010

“El niño Yuntero”


Espino


Quieisera que los que escuchen esta canción recuerden que su autor fue un poeta perseguido, condenado y encarcelado. Un hombre que murió en prisión por el delito de pensar y escribir cosas como las que aquí aparecen.

Fue un pastor de cabras, fue una persona comprometida con su gente y con su tiempo. Un hombre sencillo y sensible que amaba la libertad y decía: “… soy como el árbol talado que retoño y aún tengo vida…”, y se la quitaron.

Que el destino mantenga fresca la mamoria y nos libre de aquellos que asesinan a los poetas y a la poesía

(J. M. Serrat – Disco: Miguel Hernández)



“El niño Yuntero”


Coloco aquí un poema que ha invadido por completo mi pensar y mi sentir. Y lo ha sido porque se adapta completamente a mis raíces: evoca la vida miserable de los niños labradores, con la voluntad de empujar a su liberación… realidad –y no ficción como muchos lo creen– de un México en pleno siglo XXI.

Publicado en plena Guerra Civil en la revista “Atalaya”, y recogido en “Vientos del pueblo: poesía de guerra” (1937).



Carne de yugo ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.

Nace, como herramienta
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.

Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma de color de olivo
vieja y ya encallecida.

Empieza a vivir y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.

Empieza a sentir y siente
la vida como una guerra,
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.

Contar sus años no sabe
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.

Trabaja, y meintras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvias y se alhaja
de carne de cementerio.

A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con la ambición de muerte
despadaza un pan reñido.

Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escuha bajo sus pies
la voz de la sepultura.

Y como raíz se hunde
en la teirra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y de panes su frente.

Me duele este niño ambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de encina.

Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.

Me da su arado en su pecho,
y su vida en la garganta
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.

¿Quién salvará a este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?

Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.

(Miguel Hernñandez)

miércoles, 14 de abril de 2010

El “semisueño”


Espino

En nuestro diario vivir existen momentos en los que nos esfumamos de la realidad. Es ese estado de “semisueño” en el que podemos reflexionar extensamente sobre el pasado, recordar intensas escenas infantiles, vivenciar un hecho ya experimentado, tararear la canción preferida… es el instante en que las imágenes muy personales se encadenan de forma interminable.

Si después de ello quisiéramos enumerar todo lo que hemos recordado (y vivido en el recuerdo) necesitariamos horas y horas, cuando apenas nos habiamos llevado unos cuantos minutos al pensarlo.

Es en el “semisueño” donde nos vivimos cientos de años… y si encontráramos la manera, podriamos vivir mil veces más de lo que estamos viviendo hoy por culpa de los relojes…

lunes, 12 de abril de 2010

La muerte en Atotonilco


Rafael Espino Guzmán


Cuatro velas rodeaban la cama que asedía aquella asamblea de piadosas. El cirio que daba al patio de la casa se consumía a mayor velocidad que los tres restantes. Su grande flama hacía que se desplomaran gotas de cera sobre el adoquinado… Atotonilco se vestía de margaritas y flores silvestres; se engalanaba con copal y coros de sollozos.

Las bocas de aquellas mujeres que pronunciaban sin cesar “aves marías” se mostraban suplicantes para la salvación de la alma tumbada frente a sus ojos. Eran casi las cuatro de la tarde. Nunca había sentido la muerte tan de cerca. Era como si yo jugara con ella y ella conmigo. La obscuridad de quel cuarto de adobe y el ambiente de tristeza me sofocaban mucho más que el humo y el calor de aquel lugar.

Las lágrimas rodaban por las mejillas de los seres queridos; se les arrancaba una parte de sus miserables vidas. Zoila, la que yacía sin premura en aquel altar costeño, habría cumplido 88 años el domingo próximo si no se hubiera enfrentado con el furor de la muerte.

El tiempo pasaba al compás de las migajas de cera que caían sobre el suelo; la vela añeja se derrumbaba gota tras gota y el tiempo minuto a minuto.

Allí estaba la muerte, nos hacía ver la supremacía de su presencia. Unos la tomaban como cruel y despiadada, y otros, como algo incomprensible y digno de respeto.

Las miradas de quienes se encontraban en aquel cuarto semioscuro se clavaban fuerte sobre el cuerpo inmóvil. Ni una palabra, ni un acto… era un hecho in facto.

Yo inalaba el humo de incienso que cubría la habitación. Los rosarios se desgranaban entre los dedos de las mujeres misericordiosas. Rodaban y rodaban lágrimas en los rostros pálidos e iluminados por la vela que se consumía paulatinamente…

El viento sopló por aquella puerta lateral y al unísono de un “amén” se extinguió la llama que iluminaba el recinto… todo se había consumado…

jueves, 1 de abril de 2010

¿Qué enseña la enfermedad?


Rafael Espino Guzmán

“Diciendo está el cigarro lo que es la vida:
fuego de unos instantes, humo y cenizas…”


"Según se ha vivido, así se morirá", decía un viejo sabio. La enfermedad nos recuerda nuestra finitud, la posibilidad de desequilibrio. El mal, el sufrimiento, el dolor, se pueden presentar en el momento más inoportuno. Esa es una realidad a la que hay que atenerse siempre. Todo hombre pertenece a la tierra cuando más siente estar en el cielo.

Muchos, en lugar de preguntarse si hay vida después de la muerte deberían preguntarse a tenor de la vida que arrastran: Ah, ¿pero había vida antes de la muerte?... ¿Qué tipo de vida era?...

“Me duele, luego existo”, decía Kierkegaard parodiando a Descartes. Su experiencia del dolor le hacía girarse a sí mismo y buscaba irremediablemente respuestas a su condición frágil.

El dolor sólo se hace llevadero cuando alguien más nos quiere y nos acompaña amorosamente. ¿Por qué tanto miedo al dolor? Por culpa de la soledad seguramente, pues lo que duele más al hombre es el dolor solitario.

Un dolor verdadero sólo reclama silencio y grito, a veces también gritos de silencio desgarrador. Y en efecto, todo “enfermar” es derrumbarse, venirse abajo, precipitarse sin firmeza. Al caer se deja de pertenecer al mismo grupo de humanos al que se pertenecía y se pasa a experimentar un contexto inóspito.

La enfermedad genera reproches contra los demás y contra uno mismo. También nos lleva a inscribirnos en la constelación del sentimiento de culpa: ¿Qué habré hecho yo para merecer esto? ¿Por qué a mi? Nos cae el abismo de la hipersensibilidad.

Todos somos insignificantes en esta aldea global, y más nos damos cuenta de ello en la enfermedad. Sin embargo, lo más sorprendente de los sufrimientos y del dolor a que nos arrastran nuestros males, es el aprendizaje que acarrea a nuestras puertas: saber las condiciones para superar odios, desesperaciones, instintos destructivos, etc. La paradoja de la enfermedad es que puede devolvernos una nueva salud (más allá de la física). Por la enfermedad se puede aprender el arte de humanizar en sus tres dimensiones: preventiva, de mantenimiento y de restauración.

La vida diaria del pobre o del enfermo exige aprender a pedir. Es regrezar a las prácticas de niñez: llanto, agitaciones de arriba abajo y agradecimiento enloquecido a quienes nos brindan atenciones. También es aprender a sabernos dichosos en los momentos de suma paz, de estabilidad psíquica y física.

Y algo más: “la enseñánza suprema es darnos cuenta que el amor ajeno nos funda y dignifica”.