Finalizaba la diversión, mis vecinos y yo habíamos pasado largo rato jugando en la calle. Era un domingo en la noche, mis padres llegaban de Misa y me pedían que entrara a casa para descansar.
Me despedí de “Carajo”, un vecino que no requiere descripción, pues su apodo basta para conocer alguna de sus características. Cuando me abalanzaba hacia el interior de mi casa escuché que Lulú me dijo: “No olvides la tarea, la maestra se enojará aún más con tus papás si le fallas mañana…”. No tomé tanto interés en las palabras de mi amiga y continué mi trayectoria.
Mi familia se encontraba reunida en la cocina de la casa. Yo pasé de largo y me dirigí a mi cuarto, no quise siquiera dar las buenas noches. Sólo quería descansar. Quería dispersar mi mente: durante el día anduve buscando las posibles soluciones a todos los embrollos por los que estábamos pasando.
Una vez en mi lecho no podía conciliar el sueño. Me quedé observando el retrato que se hallaba sobre el buró y recordé los comentarios que le hacían mis tíos a papá la semana pasada: “Que en tiempos pasados la familia tenía su dinerito, que proveníamos de gente acaudalada”. “Que mi bisabuelo era de aquellas personas que sabían leer y escribir... y que no comprendían la situación en la que nos encontrábamos”...
...¿Cómo imaginar que yo descendía de una familia atesorada, cuando apenas sacábamos lo necesario para sobrevivir? Si con decirles que nos afectó mucho cuando desaparecieron las gallinas que mi hermano menor había comprado. Un famoso coyote cola blanca se nos adelantó al puchero. Se colaba sobre el corral para devorar a “las más ponedoras”… Las granizadas recientes habían terminado con la cosecha. Las heladas, las sequías, las plagas, la falta de ventas en el mercado... todo eso había truncado un porvenir más llevadero.
La situación me parecía cruel. Pensaba y pensaba sin poder dormir… Llegó el momento en que decidí apartar la vista del retrato de familia. Recordé lo que me había dicho Lulú hacía apenas unas horas: en la escuela me habían robado la calculadora que con tanto esfuerzo me había comprado mamá. Sabía que, una vez enterada de la tragedia, me daría su famosa tanda de azotes con el cinturón de papá. Eso fue lo último que recuerdo. El sueño me arrebató mi vigilia llena de preocupaciones.
Al día siguiente me despertó mamá. Estaba cansado. No tenía ganas de ir a la escuela, la tarea no la había hecho. Posiblemente si tuviera una calculadora la haría de inmediato.
Salí de casa sin desayunar. Llegué a la escuela en el momento que rendían honores a la bandera.
Cuando entramos a clases, lo primero que hizo la maestra fue pedir la tarea. Yo quise justificarme a partir del robo de mi calculadora pero todo fue inútil, terminé siendo castigado. No tenía derecho al recreo. Lo peor de todo es que fui el único que recibí escarmiento.
Definitivamente la suerte no estaba a mi lado. Tenía un hambre de los mil demonios. En el recreo acaté la sentencia. En mi soledad, preso en las cuatro paredes de enseñanza descubrí que la inactividad es lo más desesperante. Me dirigí al escritorio del salón. Me senté frente a él y miré un libro que estaba sobre un bolso. En su portada se hallaba un recuadro amarillo con la imagen de un santo. No le tomé interés al momento, pero al no saber qué hacer lo comencé a hojear. La ilustración de una tormenta en el mar atrajo mi atención. Había una barca destrozada cerca de la costa y muchos hombres en derredor nadando hacia las orillas del agua. Al leer las primeras líneas del texto supe que era algo interesante. Era la historia de un hombre extraordinario llamado Pablo que, junto con otros, viajaba preso a través del mar…
Casi finalizaba el receso. Entró la maestra y me sorprendió cuando husmeaba sus pertenencias. Pensé en un castigo más, pero no fue así. Ella se acercó y me preguntó algunas cosas sobre mi persona. Al principio no sabía qué hacer, nunca me había sucedido eso. Después de algunos minutos me sentía comprendido, no sé cómo yo había confiado mis problemas a alguien que nunca imaginaba. Sonó la “chicharra”, era momento de continuar las clases.
–¡Toma el libro, llévatelo a casa y termina de leerlo! En lo que resta del año tu única tarea será confrontar tu vida con la del personaje principal –exclamó la maestra–.
Quedé atónito. Tomé el libro y me dirigí a mi butaca. La maestra comenzó a escribir sobre el pizarrón el esquema de la clase de historia.
Sobre la paleta de mi butaca se encontraba aquello que cambiaría mi vida. En las noches siguinetes nunca volví a atormenarme por los problemas familiares. El mensaje de tal obra era eficaz... Con decirles que la calculadora no la necesité para el resto del ciclo, me bastaba leer y reflexionar.
Me despedí de “Carajo”, un vecino que no requiere descripción, pues su apodo basta para conocer alguna de sus características. Cuando me abalanzaba hacia el interior de mi casa escuché que Lulú me dijo: “No olvides la tarea, la maestra se enojará aún más con tus papás si le fallas mañana…”. No tomé tanto interés en las palabras de mi amiga y continué mi trayectoria.
Mi familia se encontraba reunida en la cocina de la casa. Yo pasé de largo y me dirigí a mi cuarto, no quise siquiera dar las buenas noches. Sólo quería descansar. Quería dispersar mi mente: durante el día anduve buscando las posibles soluciones a todos los embrollos por los que estábamos pasando.
Una vez en mi lecho no podía conciliar el sueño. Me quedé observando el retrato que se hallaba sobre el buró y recordé los comentarios que le hacían mis tíos a papá la semana pasada: “Que en tiempos pasados la familia tenía su dinerito, que proveníamos de gente acaudalada”. “Que mi bisabuelo era de aquellas personas que sabían leer y escribir... y que no comprendían la situación en la que nos encontrábamos”...
...¿Cómo imaginar que yo descendía de una familia atesorada, cuando apenas sacábamos lo necesario para sobrevivir? Si con decirles que nos afectó mucho cuando desaparecieron las gallinas que mi hermano menor había comprado. Un famoso coyote cola blanca se nos adelantó al puchero. Se colaba sobre el corral para devorar a “las más ponedoras”… Las granizadas recientes habían terminado con la cosecha. Las heladas, las sequías, las plagas, la falta de ventas en el mercado... todo eso había truncado un porvenir más llevadero.
La situación me parecía cruel. Pensaba y pensaba sin poder dormir… Llegó el momento en que decidí apartar la vista del retrato de familia. Recordé lo que me había dicho Lulú hacía apenas unas horas: en la escuela me habían robado la calculadora que con tanto esfuerzo me había comprado mamá. Sabía que, una vez enterada de la tragedia, me daría su famosa tanda de azotes con el cinturón de papá. Eso fue lo último que recuerdo. El sueño me arrebató mi vigilia llena de preocupaciones.
Al día siguiente me despertó mamá. Estaba cansado. No tenía ganas de ir a la escuela, la tarea no la había hecho. Posiblemente si tuviera una calculadora la haría de inmediato.
Salí de casa sin desayunar. Llegué a la escuela en el momento que rendían honores a la bandera.
Cuando entramos a clases, lo primero que hizo la maestra fue pedir la tarea. Yo quise justificarme a partir del robo de mi calculadora pero todo fue inútil, terminé siendo castigado. No tenía derecho al recreo. Lo peor de todo es que fui el único que recibí escarmiento.
Definitivamente la suerte no estaba a mi lado. Tenía un hambre de los mil demonios. En el recreo acaté la sentencia. En mi soledad, preso en las cuatro paredes de enseñanza descubrí que la inactividad es lo más desesperante. Me dirigí al escritorio del salón. Me senté frente a él y miré un libro que estaba sobre un bolso. En su portada se hallaba un recuadro amarillo con la imagen de un santo. No le tomé interés al momento, pero al no saber qué hacer lo comencé a hojear. La ilustración de una tormenta en el mar atrajo mi atención. Había una barca destrozada cerca de la costa y muchos hombres en derredor nadando hacia las orillas del agua. Al leer las primeras líneas del texto supe que era algo interesante. Era la historia de un hombre extraordinario llamado Pablo que, junto con otros, viajaba preso a través del mar…
Casi finalizaba el receso. Entró la maestra y me sorprendió cuando husmeaba sus pertenencias. Pensé en un castigo más, pero no fue así. Ella se acercó y me preguntó algunas cosas sobre mi persona. Al principio no sabía qué hacer, nunca me había sucedido eso. Después de algunos minutos me sentía comprendido, no sé cómo yo había confiado mis problemas a alguien que nunca imaginaba. Sonó la “chicharra”, era momento de continuar las clases.
–¡Toma el libro, llévatelo a casa y termina de leerlo! En lo que resta del año tu única tarea será confrontar tu vida con la del personaje principal –exclamó la maestra–.
Quedé atónito. Tomé el libro y me dirigí a mi butaca. La maestra comenzó a escribir sobre el pizarrón el esquema de la clase de historia.
Sobre la paleta de mi butaca se encontraba aquello que cambiaría mi vida. En las noches siguinetes nunca volví a atormenarme por los problemas familiares. El mensaje de tal obra era eficaz... Con decirles que la calculadora no la necesité para el resto del ciclo, me bastaba leer y reflexionar.
Muchísimas felicidades, Hno. Escribe Ud. muy bien. Tiene el don de la escritura, ojalá lo explote muchísimo más.
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