sábado, 2 de mayo de 2009

El Paráclito y la Iglesia


Rafael Espino Guzmán


La Iglesia católica profesa la fe en el Espíritu Santo, aquél que es dador de vida, en el que Dios uno y trino se comunica a los hombres, constituyendo en ellos la fuente de vida eterna. Esa fe debe ser siempre fortalecida y profundizada por el pueblo de Dios, ya que el Espírito Santo es el principio vital de la Iglesia.

Todo creyente debe descubrir a Dios en su realidad trascendente de Espíritu infinito; la necesidad de adorarlo “en espíritu y verdad”; la esperanza de encontrar en Él el secreto del amor y la fuerza de una “creación nueva”.


La partida de Cristo y la venida del Espíritu Santo
La asensión de Cristo es el paso de una presencia visible a otra invisible para ejercer su poder universal y salvador en el Espíritu. Así se indica en el evangelio de Juan: “Pero es verdad lo que les digo: les conviene que yo me vaya, porque mientras yo no me vaya el Protector no vendrá a ustedes. Yo me voy, y es para enviárselo” (Jn 16, 7).

Es precisamente en el ejercicio de este poder universal de Cristo que la salvación llega a ser efectiva para nosotros. Cristo, que poseía el poder de Dios y lo manifiesta en sus milagros y, sobre todo, en su resurrección, lo ejerce plenamente ahora en virtud de la asención y envío del Espíritu Santo. Por ello, desde el cielo, intercede sin cesar por nosotros como mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo.


Pentecostés: la nueva alianza
El Espíritu Santo obraba ya en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado, sin embargo, después de la exaltación de Jesús en su muerte-resurrección, el Pentecostés se vuelca como el nuevo Sinaí, la nueva alianza, el don de la nueva ley.

Así, después del momento pascual sigue Pentecostés, como un complemento lógico. San Hipólito tiene una muy bonita imagen para expresarlo: así como de un vaso de perfume que se rompe surge un olor que se difunde, así de Cristo roto en la cruz mana el Espíritu (San Hipólito, Comentario al Cantar de los Cantares 13, 1).

A partir de Pentecostés el Espíritu santifica indefinidamente a la Iglesia y de este modo los fieles tenemos acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu.

El Concilio Vaticano II habla del nacimiento de la Iglesia en el día de Pentecostés, puesto que tal acontecimiento constituye la manifestación definitiva de lo que sucedió en el Cenáculo el domingo de Pascua: Cristo resusitado vino y “trajo” a los apóstoles el Espíritu Santo para permanecer en ellos, y con ésto se comienza la predicación del Evangelio incluso a los paganos.


La función del Espíritu Santo
Así como el agua, en su función de hacer fructificar a los campos, pasa desapercibida, así ocurre también con el Espíritu. Su función y razón de ser es sencillamente la de entroncarnos en Cristo, introduciéndonos en su palabra y en su vida; hacernos en Cristo hijos del Padre. El Espíritu Santo no nos aparta de Cristo ni aporta una nueva revelación: su misión y su pasión es Cristo y, al introducirnos en él, nos hace parte de su filiación divina.

El Espíritu Santo es el último en la revelación de las personas de la Trinidad, pero es el primero que nos despierta a la vida nueva. Su carácter divino aparece en su condición de Espíritu creador (Cfr. Gén 1, 2-3). El hecho de que proceda del Padre y del Hijo prueba que procede de ambos dentro de la misma Trinidad. Por ello la Iglesia bautiza desde el principio en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.


El Espíritu Santo en la Iglesia
El Espíritu unifica a la Iglesia en la comunión y en el ministerio, la instruye y dirige con los demás dones jerárquicos y carismáticos y la enriquece continuamente. El espíritu Santo viene a congregar con su fuerza a la comunidad mesiánica que Cristo había formado y a la cual había dotado de una estructura fundamental.

El Espíritu no viene a sustituir la predicación de Cristo ni su palabra; al contrario, como el mismo Cristo lo había anunciado, el Espíritu viene a conducirnos a la plenitud de la verdad, a la verdad total (Cfr. Jn 16, 13). Él nos hace entender y profundizar cada vez mejor su palabra sin deformarla de modo alguno.

El Espíriru reparte sus dones a todo el pueblo de Dios, de modo que los dones jerárquicos y carismáticos se unan en beneficio de la única Iglesia (Cfr. 1Cor 12, 4-11).
Del mismo modo que Dios modeló el cuerpo del hombre y luego le insufló el espíritu, Cristo formó el cuerpo de su Iglesia con la estructura apostólica, y luego le infundió en Pentecostés el Espíritu Santo en persona.


Dones del Espíritu Santo
La vida del cristiano, aparte de la gracia santificante y las virtudes infusas, está también sostenida por los dones del Espíritu: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.

Estos dones son tambien –dice Santo Tomás– como las virtudes, “hábitos” sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma, para que la persona pueda seguir con prontitud y facilidad las iluminaciones y mociones del Espíritu Santo.

No son gracias transitorias, son conformación del alma. Los dones se ejercitan bajo la acción inmediata del Espíritu y le dan al hombre la facilidad y prontitud para obrar “por inspiración divina”.

El Espíritu Santo nos da dones con vistas a la santidad misma: nos introduce en el santo temor de Dios que es el sentimiento reverencial hacia Él. No es un temor servil, sino un temor filial que nace del deseo de complacerle en todo. Él nos da la fortaleza, la que tuvieron los mártires en la defensa de la fe, la que necesitamos hoy para vivir en medio de un mundo que no quiere la verdad. Nos regala el don de la piedad o afecto filial a Dios; el de consejo, por el que el fiel intuye rectamente los caminos de Dios, el de ciencia y el de entendimiento, que nos permiten entrar intuitivamente en las cosas reveladas, y el de sabiduría, que nos permite saborear de las cosas de Dios.

La Iglesia continuará siempre viva en medio del mundo siendo fiel a Cristo, discerniendo los signos de los tiempos desde la luz del Evangelio, porque en ella late y vive el Espíritu de Cristo.


Bibliografía:

JUAN PABLO II, Encíclica: El Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo. Ediciones Paulinas, México D. F., 1986.

SAYÉS, José Antonio, Teología para nuestro tiempo (la fe explicada). Ediciones Paulinas, México D. F., 1996.

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