miércoles, 6 de mayo de 2009

Del contacto con Dios al servicio


Rafael Espino Guzmán


La oración es la comunicación del hombre con Dios. Admite innumerables formas y clases, como la oración pública y oración privada. Tanto una como la otra pueden ser oraciones de súplica, alabanza, arrepentimiento, petición, cada una de las cuales asume distintos estilos y estructuras.

La oración es considerada, por la tradición bíblica, como la expresión más elevada de la piedad y la religión del hombre. Por medio de la oración, el hombre se sitúa conscientemente en presencia de Dios.

¿Para qué sirve la oración?
¿Has pensado sobre la utilidad de la oración? ¿Cuál es la medida de la oración auténtica?

Lo primero que debemos considerar es que la oración no puede verse en términos de utilidad o eficacia humana, sino en términos de gratuidad y vida, de don y servicio. La oración sirve para vivir de forma explícita y personalizada la comunión con Dios, la unión con Cristo y la docilidad al Espíritu. Sirve para ser personas nuevas.

En la oración se expresa y realiza la donación completa, se extiende la caridad participada. Con la oración se abre la faceta esencial de la comunión y la misión.

Obras, siempre obras
Lejos de aislarnos del mundo, los instantes de paz y de amorosa intimidad con el Señor nos transmiten la fuerza y la alegría que precisamos para hacer frente a nuestras responsabilidades familiares y sociales. La oración no es una orden de desmovilización; es una preparación a una vida más responsable, impregnada de los valores cristianos de fe, esperanza y caridad. El verdadero alcance de la oración es sacar del mismo Jesucristo la fuerza para vivir su evangelio cada día.

Tomemos en consideración el ejemplo de los santos más activos (como santa Teresa, san Vicente de Paúl, santa Catalina de Siena, la madre Teresa de Calcuta, el abbé Pierre…), personas de oración, que se sirvieron de ella como una “palanca para transformar el mundo”.

El fin de la oración se define como un medio de “encarnar” en nuestra vida cotidiana el designio del amor del Señor. En el cumplimiento de nuestras tareas cotidianas, bajo la mirada divina, es como se realiza el plan de Dios, y no en el retiro del mundo, en una burbuja inmóvil. Santa Teresa de Jesús, apremiaba a las hermanas “encapotadas” de la siguiente manera:

“Para eso es la oración, hermanas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras”.

La oración es, pues, como una plataforma sobre la que se construye nuestra vida cotidiana, en la que el silencio y la actividad se hermanan armoniosamente.

Juzgamos al árbol por sus frutos
¿Cómo saber si nuestra oración nos mantiene dentro de los límites humanos o atestigua la intervención real de Dios?

La presencia no es siempre sensible, ni se expresa forzosamente en sensaciones de calor, de luz o de gozo interior. Se reconoce sobre todo por sus frutos en la actividad; por nuestra progresión global hacia un mayor amor a Dios y al prójimo. Según santa Teresa, “el signo más seguro es el amor al prójimo”. Si se progresa también hacia una mayor humildad, significa que nuestra oración es fructuosa por acoger el “trabajo” del Espíritu Santo.

Evitemos por tanto, dar demasiado valor al contenido de una experiencia subjetiva; los frutos de la oración se apreciarán en el trabajo efectuado por el Señor para santificarnos y volvernos cada vez más transparentes a sus designios respecto a nuestra vida.

Ya lo decía san Pablo en una de sus cartas: que todas las ascesis y las técnicas del mundo, sin el amor, no dan fruto alguno (cf. 1Cor 13, 1ss).

La paz, fruto de la oración
No hay que confundir un simple estado de quietud interior, inducido de manera natural por la oración, con una manifestación sobrenatural de la presencia de Dios: la paz de Cristo no es un simple sentimiento de calma, aunque el recogimiento puede preparar su venida. Por lo demás, esta paz puede venirnos en medio de la agitación más grande, de la angustia o el sufrimiento. No es una simple disposición psicológica, sino que nos invade independientemente de las oscilaciones de nuestro mundo mental o emocional de costumbre.

Durante la oración, esta paz profunda, que persiste incluso bajo la marea de los pensamientos, no nos resulta natural; es un signo de la presencia, que reside más allá de las incertidumbres del espíritu. Fuera de la oración, es en nuestra actitud donde reconocemos su crecimiento en nosotros. La paz que permanece incluso en medio de las tribulaciones de la vida sin causa humana nos viene verdaderamente del Señor.

Alegría humana
Otro fruto importante de la oración es la felicidad. Es un estado de bienestar totalmente natural, debido quizá al reposo de la oración, que viene de la profundidad de Dios. Como la paz, esta felicidad resiste a toda contrariedad que se nos presente. Es un signo de la presencia divina y nos envuelve en una especie de protección suave e invisible.

Es el rostro inundado de dicha de los santos en el momento de la agonía. En su gratuidad, es el fruto de todo el amor paciente dado y recibido en la oración, la súplica y las obras.

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