“La vida no vale nada”, decía el cantante José Alfredo Jiménez al confrontarse con un mundo lleno de dichas y desdichas. Pero, ¿acaso el valor de nuestra vida depende tan sólo de la realidad que nos circunda? Definitivamente no es esí. Y es que precisamente nuestra única tarea en la vida es dignificar nuestro llamado a la existencia. La vida es el encuentro, es la relación entre mi persona y el mundo, mi respuesta y compromiso ante lo otro. Mi vida no depende sólo de las condiciones externas, depende, incluso en mayor medida, del ejercicio de mi libertad en el compromiso. Y esto se contrapone con aquellos que piensan que el suicidio es la solución a algo que no parece tener salida; contra aquellos que justifican el suicidio como el ejercicio de la libertad, cuando ni siquiera son capaces de abrazar su condición de libres y lograr modificar su forma de existencia y su realidad.
“La vida merece la pena de ser vivida”. Ese es el transfondo del mito de Sísifo que expone Camus: empujar una piedra cuesta arriba por una ladera empinada, sabiendo que una vez en la cima rodará de nuevo hacia abajo, manifiesta la condición futil y perecedera del hombre, pero al mismo tiempo manifiesta el gran poder que tiene para enfrentarse a su condición de mortal. Su trascendencia la obtiene en ese mismo afán de lucha por salvaguardar su valor de existencia.
Sísifo le enseña a los dioses que, a pesar de su condena, obtiene la dicha. Él no se abandona a las condiciones que se le imponen, por el contrario, hace de ellas el medio para obtener su gloria.