Hace tiempo, en algún ejercicio escolar, me dí a la tarea de redactar sobre un tema en adaptaciones distintas. Fue una actividad gratificante, pero es ahora que comparto estos escritos…
El suicidio: una calamidad
(Versión catastrófica)
Me crean o no, he sufrido uno de los peores males que el hombre puede padecer. Mi mejor amigo, aquel a quien yo le confiaba todo sobre mi persona y en quien me refugiaba en los momentos de desdicha, decidió quitarse la vida, y peor aún, me ha arrebatado la mía, se la llevó consigo.
Tomó uno de los cuchillos con los que su padre suele matar reces en el “rastro” y decidió –con una actitud de experto en asesinar animales– clavárselo en aquella cuenca que suele formarse debajo de la garganta. Partió en dos la vena que acarreaba vida a la parte superior de su cuerpo… Sí, así fue. Y aunque muchos teman expresar el término o traten de evitarlo -cuando se hallan en semejante situación-, no se puede evitar saber que se trata de un suicidio.
Lo más probable es que mi amigo no tenía ningún motivo para seguir existiendo, ni siquiera yo le di razones suficientes.
–¿Tendrá algún sentido estar luchando contra una realidad absurda? ¿Vivir en medio del sufrimiento, las injusticias, la negatividad de la vida? ¿Sobrevivir? ¿Para qué?... solía decir aquel amigo que ahora ya no puede leer esto que escribo.
Y tal vez tenga razón. Ahora más que nunca comprendo la situación por la que ha pasado: no hay nada que motive la existencia. Ni yo mismo cobro el valor para soportar esta calamidad. Es mejor terminar ahora con este ser que roba aire al mundo. Se fue mi amigo, y creo que lo mejor es irme también yo.
Me parece muy propio valorar el suicidio. No hay duda que es el ejercicio de la libertad. Para qué continuar empujando una piedra cuesta arriba por una ladera empinada, sabiendo que una vez en la cima rodará de nuevo hacia abajo. ¡Aceptemos de una vez por todas la condición futil y perecedera del hombre!
Es hora de realizar el acto más heróico, el más lleno de sentido, el más condecoroso que pueda realizarse. Es hora del suicidio…
El suicidio: un milagro
(Versión milagrosa)
Me desperté hace apenas unas horas. No pude dormir durante la noche y fue gracias a aquel acontecimiento que sigue ardiendo en mi mente. Nunca lo imaginé. Ya era hora de que Gonzalo tomara al toro por lo cuernos. Uno nunca debe proceder con temor ante aquellas cosas que se resuelven acatar sin preámbulos.
-¡Fue un milagro!, expresó su novia cuando le dí la noticia.
Y era cierto, nada habría sido mejor que lo que sucedió. Gonzalo se suicidó depués de tantos intentos. Ahora ya no se tendrá que recolectar dinero para pagar las intervenciones quirúrgicas en hospitales o para saldar daños que se ocacionaban a terceros. Ya podemos respirar tranquilos al saber que por fin alguien logró lo que tanto anhelaba en la vida: ¡morirse!
El suicidio de ayer en la tarde ha sido un portento (…). Todos nos quedamos pasmados al saber la noticia.
Cuando la puesta del sol, me enteré de ese acontecimiento que nos devolvió la tranquilidad. Gracias a la muerte de Gonzalo nos libramos de preocupaciones. Su acto heróico de abandonar este mundo, nos hace ver al suicidio con buenos ojos.
¡Un milagro!, eso fue. Fue algo casi divino; algo sobrenatural porque entre nosotros jamás había existido atisbo tan sorprendente y fuera de lo común: el suicidio de Gonzalo.
El suicidio: ¿evita el absurdo?
(Versión crítica)
Para los seres humanos existe sólo un problema serio, es el de “juzgar si la vida vale o no la pena de ser vivida”, decía Albert Camus. Ahora bien, ¿tendrá algún sentido estar luchando contra una realidad absurda? ¿Vivir en medio del sufrimiento, las injusticias, la negatividad de la vida? ¿Sobrevivir? ¿Para qué?
¿Acaso el valor de nuestra vida depende tan sólo de la realidad que nos circunda? Definitivamente no es esí. Y es que precisamente nuestra única tarea en la vida es dignificar nuestro llamado a la existencia. La vida es el encuentro, es la relación entre mi persona y el mundo, mi respuesta y compromiso ante lo otro. Mi vida no depende sólo de las condiciones externas, depende, incluso en mayor medida, del ejercicio de mi libertad en el compromiso. Y esto se contrapone con aquellos que piensan que el suicidio es la solución a algo que no parece tener salida; contra aquellos que justifican el suicidio como el ejercicio de la libertad, cuando ni siquiera son capaces de abrazar su condición de libres y lograr modificar su forma de existencia y su realidad.
“La vida merece la pena de ser vivida”. Ese es el transfondo del mito de Sísifo que expone Camus: empujar una piedra cuesta arriba por una ladera empinada, sabiendo que una vez en la cima rodará de nuevo hacia abajo. Una manifestación de la condición futil y perecedera del hombre, pero que al mismo tiempo manifiesta el gran poder que tiene para enfrentarse a su condición de mortal. El hombre obtiene su trascendencia en ese mismo afán de lucha por salvaguardar su vida.
Sísifo le enseña a los dioses que, a pesar de su condena, obtiene la dicha. Él no se abandona a las condiciones que se le imponen desde fuera, por el contrario, hace de ellas el medio para obtener su gloria.
De allí que el suicidio sea lo más vergonzoso de un ser cuya esencia sea la libertad; el silencio atroz ante el llamado a la existencia; la degradación de la conciencia; el acto más vacío de sentido que un ser humano llegue a realizar... Los que se suicidan evitando una realidad absurda no hacen más que volver más absurdo aquello que trataron evitar.
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