jueves, 1 de abril de 2010

¿Qué enseña la enfermedad?


Rafael Espino Guzmán

“Diciendo está el cigarro lo que es la vida:
fuego de unos instantes, humo y cenizas…”


"Según se ha vivido, así se morirá", decía un viejo sabio. La enfermedad nos recuerda nuestra finitud, la posibilidad de desequilibrio. El mal, el sufrimiento, el dolor, se pueden presentar en el momento más inoportuno. Esa es una realidad a la que hay que atenerse siempre. Todo hombre pertenece a la tierra cuando más siente estar en el cielo.

Muchos, en lugar de preguntarse si hay vida después de la muerte deberían preguntarse a tenor de la vida que arrastran: Ah, ¿pero había vida antes de la muerte?... ¿Qué tipo de vida era?...

“Me duele, luego existo”, decía Kierkegaard parodiando a Descartes. Su experiencia del dolor le hacía girarse a sí mismo y buscaba irremediablemente respuestas a su condición frágil.

El dolor sólo se hace llevadero cuando alguien más nos quiere y nos acompaña amorosamente. ¿Por qué tanto miedo al dolor? Por culpa de la soledad seguramente, pues lo que duele más al hombre es el dolor solitario.

Un dolor verdadero sólo reclama silencio y grito, a veces también gritos de silencio desgarrador. Y en efecto, todo “enfermar” es derrumbarse, venirse abajo, precipitarse sin firmeza. Al caer se deja de pertenecer al mismo grupo de humanos al que se pertenecía y se pasa a experimentar un contexto inóspito.

La enfermedad genera reproches contra los demás y contra uno mismo. También nos lleva a inscribirnos en la constelación del sentimiento de culpa: ¿Qué habré hecho yo para merecer esto? ¿Por qué a mi? Nos cae el abismo de la hipersensibilidad.

Todos somos insignificantes en esta aldea global, y más nos damos cuenta de ello en la enfermedad. Sin embargo, lo más sorprendente de los sufrimientos y del dolor a que nos arrastran nuestros males, es el aprendizaje que acarrea a nuestras puertas: saber las condiciones para superar odios, desesperaciones, instintos destructivos, etc. La paradoja de la enfermedad es que puede devolvernos una nueva salud (más allá de la física). Por la enfermedad se puede aprender el arte de humanizar en sus tres dimensiones: preventiva, de mantenimiento y de restauración.

La vida diaria del pobre o del enfermo exige aprender a pedir. Es regrezar a las prácticas de niñez: llanto, agitaciones de arriba abajo y agradecimiento enloquecido a quienes nos brindan atenciones. También es aprender a sabernos dichosos en los momentos de suma paz, de estabilidad psíquica y física.

Y algo más: “la enseñánza suprema es darnos cuenta que el amor ajeno nos funda y dignifica”.

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