lunes, 12 de abril de 2010

La muerte en Atotonilco


Rafael Espino Guzmán


Cuatro velas rodeaban la cama que asedía aquella asamblea de piadosas. El cirio que daba al patio de la casa se consumía a mayor velocidad que los tres restantes. Su grande flama hacía que se desplomaran gotas de cera sobre el adoquinado… Atotonilco se vestía de margaritas y flores silvestres; se engalanaba con copal y coros de sollozos.

Las bocas de aquellas mujeres que pronunciaban sin cesar “aves marías” se mostraban suplicantes para la salvación de la alma tumbada frente a sus ojos. Eran casi las cuatro de la tarde. Nunca había sentido la muerte tan de cerca. Era como si yo jugara con ella y ella conmigo. La obscuridad de quel cuarto de adobe y el ambiente de tristeza me sofocaban mucho más que el humo y el calor de aquel lugar.

Las lágrimas rodaban por las mejillas de los seres queridos; se les arrancaba una parte de sus miserables vidas. Zoila, la que yacía sin premura en aquel altar costeño, habría cumplido 88 años el domingo próximo si no se hubiera enfrentado con el furor de la muerte.

El tiempo pasaba al compás de las migajas de cera que caían sobre el suelo; la vela añeja se derrumbaba gota tras gota y el tiempo minuto a minuto.

Allí estaba la muerte, nos hacía ver la supremacía de su presencia. Unos la tomaban como cruel y despiadada, y otros, como algo incomprensible y digno de respeto.

Las miradas de quienes se encontraban en aquel cuarto semioscuro se clavaban fuerte sobre el cuerpo inmóvil. Ni una palabra, ni un acto… era un hecho in facto.

Yo inalaba el humo de incienso que cubría la habitación. Los rosarios se desgranaban entre los dedos de las mujeres misericordiosas. Rodaban y rodaban lágrimas en los rostros pálidos e iluminados por la vela que se consumía paulatinamente…

El viento sopló por aquella puerta lateral y al unísono de un “amén” se extinguió la llama que iluminaba el recinto… todo se había consumado…

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