Rafael Espino Guzmán
Epicuro, el filósofo, escribió: “Nunca es demasiado pronto ni demasiado tarde para ocuparse del bienestar del alma”. Recuperar el valor de los placeres sencillos, las relaciones con el mundo y con los que nos rodean; la atención, dedicación, manejo prudente, adorno del cuerpo, sanación, administración y preocupación por nuestra persona son aquellas cosas que nunca debemos perder de vista.
Esa es probablemete la síntesis de aquel libro ("El cuidado del alma" de Thomas Moore) que ha sido parte de mis lecturas en estos últimos meses. Debo admitir que su mensaje es claro: el alma es la fuente de quienes somos. De allí la necesidad de un cuidado diario.
El alma no tiene que ver tanto con la reparación de algún fallo básico, sino con la atención que se presta a los pequeños detalles de la vida cotidiana como las decisiones y los cambios más importantes. El cuidado del alma se inicia observando su manera de manifestarse y de actuar. Es sacar de sí los problemas a uno mismo y regresárnoslos para su trabajo.
Si conociéramos mejor el alma podriamos estar mejor preparados para los conflictos de la vida. No por nada los grándes místicos y personas profundamente maduras dan prioridad a la observancia del alma que a una solución inmediata a los problemas se que pudiera presentar. Es en ese caso cuando actúan mediante la inacción: al hacer menos logran más.
Si vamos a contemplar el alma es necesario explorar sus desviaciones, su perversa tendencia, porque en la normalidad se suele esconder las excentricidades que mejor nos definen. Estar en momentos críticos o en situaciones que rebasan la normalidad es señal de que el alma tiene la capacidad de reflexionar sobre su destino.
El cuidado del alma es pues, desde mi experiencia, algo que implica simplicidad de acción a pesar de las dificultades monstruosas que aparenten evitarla.
Epicuro tiene razón en su sentencia: el cuidado del alma es continuo. Es como tener una espiga seca en nuestras manos y saber que aún puede producir vida.
El hecho de estar expuestos a la vida, es para nosotros, al mismo tiempo una amenaza y una oportunidad. Nosotros decidimos conducir el alma por una o por otra.
Esa es probablemete la síntesis de aquel libro ("El cuidado del alma" de Thomas Moore) que ha sido parte de mis lecturas en estos últimos meses. Debo admitir que su mensaje es claro: el alma es la fuente de quienes somos. De allí la necesidad de un cuidado diario.
El alma no tiene que ver tanto con la reparación de algún fallo básico, sino con la atención que se presta a los pequeños detalles de la vida cotidiana como las decisiones y los cambios más importantes. El cuidado del alma se inicia observando su manera de manifestarse y de actuar. Es sacar de sí los problemas a uno mismo y regresárnoslos para su trabajo.
Si conociéramos mejor el alma podriamos estar mejor preparados para los conflictos de la vida. No por nada los grándes místicos y personas profundamente maduras dan prioridad a la observancia del alma que a una solución inmediata a los problemas se que pudiera presentar. Es en ese caso cuando actúan mediante la inacción: al hacer menos logran más.
Si vamos a contemplar el alma es necesario explorar sus desviaciones, su perversa tendencia, porque en la normalidad se suele esconder las excentricidades que mejor nos definen. Estar en momentos críticos o en situaciones que rebasan la normalidad es señal de que el alma tiene la capacidad de reflexionar sobre su destino.
El cuidado del alma es pues, desde mi experiencia, algo que implica simplicidad de acción a pesar de las dificultades monstruosas que aparenten evitarla.
Epicuro tiene razón en su sentencia: el cuidado del alma es continuo. Es como tener una espiga seca en nuestras manos y saber que aún puede producir vida.
El hecho de estar expuestos a la vida, es para nosotros, al mismo tiempo una amenaza y una oportunidad. Nosotros decidimos conducir el alma por una o por otra.
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