miércoles, 10 de agosto de 2011

Un leve discurso sobre «la verdad»

Rafael Espino



Las presentes líneas las escribo pensando en aquella persona que hace algún tiempo removió mis esquemas de pensamiento. No crean que es alguien verdaderamente culta o profunda en sus reflexiones. Mas bien la considero como alguien ejemplarísima en la excentricidad. ¿Y qué naturaleza es esta? Pues bien, la de quien suele pronunciarse a favor de su opción vital, la que declara que lleva una vida feliz en todos sus aspectos y que volvería a repetirla si tuviera la oportunidad de hacerlo; en pocas palabras, es una chica sencilla, alegre, desenfadada y que acepta la vida –al menos eso parece– sin condiciones… En fin, no es mi idea teorizar sobre la personalidad de quien me refiero. Me basta decir que su figura está allí, al alcance de muchas personas que le conocen […].

El siguiente discurso se agitó en mi mente en una jornada larga del mes de diciembre en que mi interlocutora y yo discutíamos sobre las perspectivas y enfoques de nuestras vidas. Al parecer todo terminó en una agitada polémica. Sin embargo, las rencillas se olvidan y la experiencia nos deja su legado: una estela vital compuesta de ráfagas de sabiduría…

Aquella fue una noche fría, en la que no hallé la forma de transmitir a mi oyente el sentimiento religioso –o cósmico en todo caso– que se había engendrado en mí a partir del sencillo acercamiento a la filosofía y lectura de la Biblia. Desde mis esquemas premeditados le expresé con claridad aquella noción definida sobre «la verdad» y el «subjetivismo». Pero mientras esto sucedía, ella se ubicaba en una postura rígida, creyéndose hallar frente a una ventana donde cada quien ve lo que le venga en gana o lo que respecta a su experiencia.

Esto era algo con lo que yo tuve que combatir. Debí considerar aquella seguridad con que me mostraba su pensamiento porque, siendo lo bastante claro, sus argumentos me arrastraban a pensar que verdaderamente ya no hay objetividad alguna. No obstante, me mantuve en mi certeza, expresándole ciertas conjeturas que mantuvieron activo el hilo de la discusión.

El presente arenga sobre «la verdad» la estipulé desde los pensamientos y prácticas sociales más arcaicos y posiblemente hoy subestimados: la tradición judía y el pensamiento helénico. Fue un arrebato de mi inteligencia acudir a ese recurso que para muchos ya no guarda rémoras de modernismo. Sin embargo lo coloco no porque mi interlocutora nunca lo aceptó, sino porque aún creo en lo que digo, a no ser que alguien –con los suficientes argumentos– me produzca una nueva aventura en mi parecer.




Discurso
Hay dos grandes modelos de pensamiento del mundo occidental que manifiestan la pluralidad de accesos al «ser». Dichos modelos pueden reducirse al «griego» y al «judío». El griego se sintetiza en el «una de dos», que, por desgracia, ha invadido todo Occidente. Su mejor ejemplo lo hallamos en el Nuevo Testamento: «Hay redimidos o condenados, hijos de la luz o de las tinieblas»… es una pintura en blanco y negro, carente de cualquier asomo de fantasía para el gris. En otras palabras, «una de dos»: o tengo yo razón y por lo tanto tú y los demás se encuentran en el error, o viceversa… (pero, por supuesto que no seré yo quien esté en el error, dirá el egoísta).

El otro modelo, el judío, cuyo mejor documento lo tenemos en la Biblia hebrea, es un típico «no sólo, sino también». David es el mayor rey de Israel, pero también es un adúltero; Coré es el mayor rebelde contra Dios y contra Moisés, y sus hijos son tenidos como autores de algunos de los más bellos salmos... No se da el negro y el blanco en la Biblia hebrea, sino más bien una paleta de miles de variantes del gris. El negro como los totalmente malo y lo blanco como totalmente bueno es algo que no existe. Lo que existe es lo humano, que es lo que tiende al polarismo, que se mueve en el marco de muchas y variadas tonalidades de gris, y que nunca se reduce al «una de dos», pues depende sólo de Dios. Él es la coincidencia de todos los contrarios.

Ilustrándolo de otra manera, el pasado argumento se puede entender con lo siguiente: en las primeras páginas de la Biblia el número dos es la clave de toda creación –¿y por qué no el uno? –. Dios creó el mundo en parejas. Se comienza con luz y tinieblas, cielo y tierra, sol y luna, tierra firme y mar, flora y fauna. Pero, ¿por qué todo consta de esta duplicidad, que en el fondo es unidad dual? Porque cada mitad necesita la otra mitad, no sólo como contraste, sino para la propia auto-comprensión. No habría noche sin día, ni mar sin tierra firme que lo contuviera; ni mujer que no necesitara al hombre para su ser-mujer… La unificación de ambos polos es lo divino, esa divina fuerza que, a falta de una palabra mejor, denominamos «amor», en el sentido de mutua atracción, que es la vocación de unidad querida por Dios.

En cuanto a la relatividad, yo creo en una objetividad de la verdad, una objetividad de la correspondiente carga de sentido de la situación concreta en que nos encontramos, y también creo en la relatividad, pero en el sentido de que existe la verdad objetiva y la veracidad, pero siempre de un modo relativo a una determinada persona y a una situación determinada.

Veamos un ejemplo: un valor universal puede perder su validez. Puede ser el caso del robo. Una acción que todos consideramos como un hecho reprobable. Pero el robo no puede ser de la misma manera para quien, por verdadera necesidad, lo realice y se sienta orgulloso de esa acción. En los campos de concentración de Auschwitz los judíos se organizaban para robar un trozo de carbón o papas. Costaba la manera de calentarse al fuego o de tapar su hambriento estómago con un trozo de patata. Cuando lo conseguían, lejos de considerar al hecho de manera inmoral, se sentían orgullosos y alegres de ello… la cosa es, por tanto, sólo relativa. En determinadas circunstancias, el sentido de una situación puede exigirme robar…




Hasta aquí dejo el discurso. Sólo les comento que mi oyente, a pesar de que manifestara un aire de aceptación, siguió replicando mis argumentos. Pero no me cabe ninguna duda de que ella también prefiguró que los valores y preceptos, en otros casos nuestras verdades, dependen en gran medida del sentido y situación concretos. Pues cada persona es singular y cada situación es única y concreta…

De cualquier forma se trata de «hacer» la verdad, y no sólo de decirla. Allí está la diferencia. Con todo, es innegable que existe una verdad. El problema es la accesibilidad de esta verdad única para nosotros, seres humanos débiles y falibles que miramos a través nuestro propio cristal.