domingo, 1 de noviembre de 2009

¿De dónde proviene el poder de las palabras?


Rafael Espino Guzmán

Supongamos por ejemplo que, viendo un barco en construcción, me aproximo a él y rompo una botella suspendida en el casco, y en voz alta proclamo: “Bautizo este barco con el nombre de José Stalin”. Y que, por estar completamente seguro de lo que he hecho, de un puntapié hago saltar las trabas que lo sujetan. Lo latoso es que yo no era la persona designada para proceder a ese bautismo…

J. L. Austín. Quand dire c est faire.

Siempre he pensado que el poder de las palabras se haya en las propias palabras, es decir, allí donde el poder no está: en efecto, la capacidad de ilocución, de las expresiones, no puede encontrarse nunca en las palabras mismas, ni en los preformativos.

El poder de las palabras sólo es el poder delegado del portavoz y sus palabras. Son sólo un testimonio, garantía de delegación del que ese portavoz está investido. Mucha razón tenía Austin y Habermas sobre tal cosa. Entiendo con ellos que la autoridad del lenguaje llega desde fuera. El lenguaje sólo representa esta autoridad, la manifiesta, la simboliza. El sacerdote, el maestro, toman potestad desde la posición que ocupan en un campo determinado.

A pesar de que en el uso del lenguaje se implica la manera y la materia del discurso, siempre depende de la posición social del interlocutor, obtenida por él mismo o dada por alguna institución superior.

Hace tan sólo dos días me encontraba en los corredores de una plaza. Platicaba entusiasta con una familia del lugar. Se trataba de cosas comunes, aparentemente simples, como aquellas que solemos hacer con alguien que nos es familiar. Nunca les comenté que era religioso –lo que muchos prefieren llamarle “seminarista” –.

Entre el diálogo que manteníamos me propuse expresar aquella adivinanza que en otros momentos ha obtenido gran aceptación y ha sido causa de risas. Lo más sorprendente es que no hubo alguna respuesta similar a la que me esperaba. No causó ninguna gracia para aquellos que me escuchaban.

Poco tiempo después, dado que el sacerdote de la parroquia me había concedido hablar a la asamblea –pues era el motivo por el que me encontraba en ese lugar–, acudí de nuevo a mi adivinanza. El público se sacudió a carcajadas, incluyendo aquellos que hacía sólo unos instantes habían sido partícipes del mismo discurso.

Me arrebató inmediatamente la idea aquella donde el portavoz delega todo el valor de lo que se expresa, poco importando el material y la estructura de lo dicho. Fue allí donde mi vaga idea se derrumbó y tomó valor el hecho en el que la persona es la fuente dadora de poder de nuestras palabras. “Las palabras conmueven…, los hechos arrasan…”, decía un amigo cercano…